lunes, 13 de septiembre de 2010

Fanfic

La joven avanzó otro paso, cautelosamente, dejando atrás la protección de la casi impenetrable oscuridad que se extendía como una terrorífica plaga entre los suburbios de la antigua metrópolis. Ahora, más allá de la sombra arrojada por los edificios en ruinas, se encontraba abrumadoramente sola, de pie y perfectamente visible en un desierto de ladrillo y polvo que resultaba aún más tétrico en aquella especie de penumbra quejumbrosa que lo envolvía todo, la única luz natural que les había dejado el viejo Sol, como regalo de despedida, antes de ocultarse definitivamente hacía ya demasiados años.

-No, no completamente sola -masculló para sí, acariciando casi inconscientemente el frío metal de su vetusto y cansado rifle SPR. No caería, no sin luchar. A menos, claro, que hubiese un francotirador apostado en algún lugar de las cercanías. La idea de morir triste y silenciosamente, expirando su último aliento antes de comprender qué la había alcanzado, hizo que una sensación de temor crudo le recorriese la espalda como una ráfaga de gélido viento. Sintió los dedos ligeramente agarrotados cuando golpeó con rudeza el lóbulo de su oreja, activando la radio que el cirujano Syzlak le había implantado hacía ahora tres años. El familiar sonido de la zumbante estática y el ruido blanco tuvieron inmediatamente un efecto tranquilizador, y la suave voz femenina que esperaba al otro lado, distorsionada pero perfectamente audible, pronto disipó sus últimos nervios, permitiéndole de nuevo razonar con la frialdad que la caracterizaba.

-¿Hay algún problema? -preguntó la Voz de la Radio, con tono de franca preocupación.

-Sí, hay un problema -respondió la joven, con un murmullo casi inaudible-. El terreno está demasiado despejado, necesito una ruta con cobertura, o soy carne muerta.

-¿Así que la zona Este se derrumbó realmente? Bien, dame siete segundos -la Voz se silenció por unos instantes, mientras el sonido de un rapidísimo teclear se sobreponía a los ruidos de la estática. No había transcurrido aún el tiempo solicitado, cuando la Voz habló de nuevo-. Debería haber una entrada a la antigua red de alcantarillado, a... setenta y ocho metros al noroeste de tu posición actual. Quizá también haya sido derruida, pero no lo creo. Tengo por aquí algunos informes que me hacen pensar que en esos túneles habitan Carroñeros.

-Mierda de Carroñeros -escupió la joven.

-A nadie nos gustan los Carroñeros, hermanita, pero los túneles en los que viven están siempre en buen estado. Es tu mejor oportunidad.

-Mierda de Carroñeros -repitió, desconectando la radio antes de que la Voz pudiese desearle suerte, como siempre hacía. Como si la suerte tuviese algo que ver en su trabajo, se dijo, mientras echaba a correr hacia la entrada de la alcantarilla.


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-Mierda de Carroñeros.

La joven mantuvo el gatillo apretado durante unos segundos más, hasta conseguir que la cabeza de la última de aquellas criaturas infrahumanas estallase como un globo demasiado hinchado, salpicándolo todo de sangre y una materia viscosa y gris que, suponía, sería el equivalente a su cerebro. Hacía tiempo que aquellos seres se habían retirado a las alcantarillas, subsistiendo gracias a las sobras que la élite de la sociedad exterior arrojaba a la basura. La mayoría habían perdido del todo la cabeza, volviéndose criaturas agresivas e idiotizadas que atacaban sin provocación y sin descanso. La joven los odiaba, porque odiaba matarlos. Odiaba verse obligada a disparar a los mayores perjudicados de la salvaje dictadura del Gran B, especialmente cuando, a pesar de sus enfermedades, pústulas y mutaciones, aún podía distinguirse en ellos un rostro humano. Lo odiaba porque, de cuando en cuando, uno podía ver entre las facciones anónimas de los Carroñeros muertos una cara conocida, una cara con la que antaño había jugado, hablado o reído, antes de que el mundo entero se convirtiese en un jodido infierno.

La joven avanzó sin volver la vista atrás, saltando sobre los cuerpos sin vida de aquellas criaturas salvajes sin querer ni poder bajar la mirada y examinarlos más detenidamente. Y si una cara pálida, de mujer, le resultó familiar solo por un instante (¿Terri? ¿eras tú, Terri?), no tuvo valor para comprobarlo. Quizá se había equivocado. Tenía que haberse equivocado. Sin duda, se había equivocado. No era Terri la que estaba tendida sobre la inmundicia, mutilada y desangrada, con la boca desencajada en un gesto de furia que le perduraría como máscara mortuoria hasta que los gusanos la devoraran. No podía ser ella. Ni siquiera aunque lo fuese.



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-¡Esto no estaba previsto! -aulló la joven mientras corría tan rápido como sus piernas se lo permitían. Un rayo eléctrico, o quizá una onda de choque sónico, era difícil decirlo, estalló a sus espaldas, abriendo un enorme agujero en el suelo que escupió una lluvia de piedrecillas ardientes hacia todas partes. Jodido neoarmamento de última generación. Los viejos rifles que solo disparaban balas se estaban quedando muy anticuados.

-¿Qué está ocurriendo? -chilló histéricamente la Voz de la Radio, en un tono tan aterrorizado y agudo que pareció silenciar, por un instante, todas las interferencias de estática.

-Me persigue un coche de policía. O el Gran B busca nuestra misma presa, o el muy gilipollas se ha escondido en territorio enemigo.

Los coches de policía del Gran B eran colosales monstruos que combinaban los últimos avances en tecnología armamentística e ingeniería genética, grandes cerebros acorazados y armados que flotaban sobre el suelo, aniquilando a todo ser vivo no autorizado que entrase en su radio de alcance. La joven los había definido en numerosas ocasiones como "el resultado de colocar un cerebro de ballena bajo la capota de un camión". Algunos incluso habían reído de su chiste. Pero correr delante de uno de ellos no resultaba gracioso. Nunca.

-Quizá se haya escondido ahí conscientemente -respondió la Voz, pensativa-. Ya sabes, cuando alguien trata de encontrarte, el último lugar donde mirará será bajo sus propias narices.

-¿Quiere eso decir que nuestro Príncipe cobarde tiene cojones, al fin y al cabo? -preguntó la joven, rodando a un lado para esquivar un segundo rayo que aquella criatura biomecánica iba a dispararle. Por fortuna, aquellas cosas no eran grandes tiradores. Al igual que la vieja policía a la que habían sustituido, disparaban en todas direcciones, tratando de alcanzar a su presa más por casualidad que por puntería. Pero ella no era de esos. Desde que tenía memoria, la joven siempre había empuñado un arma. En una ocasión, su padre le había dicho que había aprendido a disparar antes de aprender a hablar. Su padre...

Un grito agudo brotó de su garganta desgarrada cuando un rayo de calor disparado por el monstruo que le seguía le alcanzó en la pierna derecha, haciendo que su sangre hirviera y la carne se ennegreciera y ardiera. La joven cayó al suelo, volteándose bocarriba para dejar al viejo SPR en posición de tiro. Ignoró los desesperados gritos de la Voz que le preguntaban por su estado, y agradeció internamente a quien pudiese escucharla que el calor le hubiese bloqueado temporalmente las terminaciones nerviosas, permitiéndole pensar por un instante en algo más que el agónico dolor que, indudablemente, iba a sentir en pocos segundos. El coche de policía se cernía sobre ella como un ave de presa, apuntándola con un centenar de rifles, láseres y quién sabe qué, que dispararían en una fracción de segundo. Tenía que ser más rápida. El chip de control de esa cosa era una zona de diez centímetros situada tras el cerebro medio. Y solo iba a tener un disparo.

Un disparo.

-¡Contéstame, Margaret! ¿Estás bien?

-Estoy bien, hermana mayor -respondió la joven, sonriendo a pesar del terrible dolor al oír el ruidoso suspiro de la Voz de la Radio-. Tengo una pierna tocada, pero le he destrozado al Gran B uno de sus queridos coches de policía. Cincuenta millones de dólares menos en la cuenta de ese sucio bastardo... ¿Me has llamado Margaret?

-Lo siento, ha sido la tensión del momento ¿Cómo está tu pierna? ¿Crees que puedes continuar?

-Es solo un rasguño -contestó ella. La carne de su pierna se había convertido en una masa morada y negra, en la que empezaban a surgir unas desiguales ampollas amarillentas sobre la piel arrugada y chamuscada-. Puedo continuar. Tengo que capturar a nuestro Príncipe.


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El Príncipe comía una lata de conservas en el interior de un búnker perfectamente acondicionado. A veces, se felicitaba a sí mismo por su soberbia astucia: con todas las fuerzas del Gran B buscándolo, él se escondía sin que nadie le molestara en el equivalente a un auténtico hotel de lujo, con cama, lavabos, biblioteca y mucha comida enlatada para sobrevivir tres vidas, si era necesario. En realidad, solo echaba de menos su vieja conexión a Internet. Ya había leído un par de veces todos los libros que había creído prudente traer consigo.

-Martin Prince, supongo -dijo una voz, a sus espaldas-. El Gran Codificador que programó las Cinco Puertas que protegen al Gran B.

Martin se volvió, sobresaltado, dejando caer su lata de conservas al suelo con un sonido metálico. Ante él se alzaba una joven de veintipocos años, de largo cabello rubio y unos ojos azules tan fríos como el mismo hielo, que le apuntaba con un rifle SPR. Su pierna izquierda estaba completamente quemada, pero ella ignoraba el dolor apretando fuertemente los dientes. Su cara le sonaba de algo... estaba seguro de haberla visto antes...

-¿Margaret? ¿Maggie? ¿eres tú? -dijo Martin, entrecerrando los ojos-. ¿La pequeña Maggie Simpson?

-Justamente, Príncipe -respondió ella con una sonrisa, sin mover ni un ápice su arma-. Y tú te vienes conmigo. Eres el único que puedes ayudarnos a derrotar definitivamente al Gran B. Solo tú puedes abrir las puertas que guardan el despacho de Charles Montgomery Burns.

2 navegantes opinan:

Indy dijo...

Qué grande eres. Adoro este fic.
¡Continúalo pronto! <3

Isiriel dijo...

xDDDDDDDDDDDDDD

LOL, me ha gustado xD Espero que lo sigas xD.

Por cierto, Kyu proclama que vuelvas antes de que empieces las clases xD

Saludos