viernes, 25 de marzo de 2011

Diario de un Inquisidor

NOTA ACLARATIVA: Este texto está basado exclusivamente en el mundo de Ánima, que a grandes rasgos, viene a ser una versión más tétrica y oscura del mundo real a principios de la Edad Moderna (sí, AÚN más oscura). No es mi intención, ni mucho menos, tratar sobre la Iglesia, ni siquiera sobre la Inquisición del mundo real, ni cualquiera sus equivalentes en otras religiones (que la Inquisición no estuvo sola en su tarea de castigar a quienes no pensaban como ella, aunque eso no la exima de las monstruosidades que llegó a cometer). Este cuento es puramente fantástico.

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Debo decir que no conozco la ciudad en que nací, ni a mis padres, ni el nombre que ellos pudieran darme en el momento del parto. Pero que soy Jeremiel Zachariah, hijo de la sagrada Albídion, de mis preceptores y de Dios, y que defenderé estos lazos con más orgullo que cualquier hijo de padres naturales. Pero me entretengo, y debo contar mi historia. Supongo que fui recogido por un sacerdote cuando era apenas un bebé, en algún lugar del ancho mundo. No sé por qué me recogió… quizá fuese un huérfano, llorando lastimeramente en los brazos de mi madre muerta. O quizá fuese capaz de ver, incluso en aquel cuerpo pequeño e inútil, que yo no era alguien como los demás, que tenía la bendición del Señor en mi corazón. Fuese como fuese, es cierto e indudable que aquel hombre piadoso me envió a la Ciudad Santa, al monasterio de Cadeus, donde me acogieron, me bautizaron y me hablaron de la Fe y del Señor. Y fue allí, en Cadeus, desde mi misma llegada, donde comenzó mi entrenamiento como Inquisidor.

La voluntad del Señor es firme, y sus elegidos tenemos que afrontar duras pruebas para alcanzar nuestra recompensa. El entrenamiento de los inquisidores es quizá el más duro del mundo (con la única excepción, tal vez, de los Templarios de Tol Rauko, no lo sé) y por eso muchos de mis compañeros y amigos murieron durante los primeros años, consumidos y enfermos, destruidos por el peso de la sacra misión que recaía sobre sus hombros infantiles. Aun hoy recuerdo con tristeza al pobre Samuel, su cuerpo quemado por el poder sagrado que contenía, marchito y negro, como si hubiese ardido en la pira. Nuestros preceptores nos enseñaron que no debíamos llorar por Samuel, ni los que habían muerto como él, pues aunque su cuerpo pecaminoso había fallado en su misión, consumiéndose ante el poder divino a causa de sus propias máculas, el Señor era eternamente misericordioso y valoraba el martirio, y a aquellos jóvenes no les aguardaba sino la eterna felicidad. Me avergüenza profundamente reconocer que algunas noches, en mi celda, rezaba durante horas con manos escuálidas y marchitas, rogando a Dios por no ser uno de Sus elegidos, por poder morir en paz, abandonando al fin la crudeza del entrenamiento. Pero después me arrepentía de ese pensamiento egoísta, pues es voluntad del Señor que la Inquisición combata a los hijos de Satán, y si era Su designio elegirme como soldado para la sagrada causa, mi deber no podía ser otro que aceptarlo como un regalo del cielo. Así que no tenía más opción que alzarme de mi camastro y fustigarme como penitencia por mi egoísmo, pidiendo a Dios misericordia. Y los celadores nocturnos escuchaban y asentían, pues era un castigo justo, y además frecuente entre los jóvenes pupilos.

Fue a los once años, lo recuerdo bien, cuando el Señor quiso considerarme digno para formar parte de Sus santas huestes. Noté calor en mi interior, y también luz. Pero mi cuerpo no se consumió ante el calor como el de Samuel, sino que lo aceptó y se hizo uno con él. Resulta imposible describir con palabras lo que vi y sentí en ese día, pues el vocabulario de los hombres es limitado pero la Gloria es eterna. Pero había colores y belleza abrazando el mundo, y también oscuridad y negrura, allí donde se agazapaban los enemigos de Dios, allí donde se escondían en sus infectas madrigueras los demonios, los herejes, los monstruos, los brujos y los ateos, todos los que ofendían al Señor con su existencia. Durante el resto del día el recé con Fe renovada, dando gracias al Señor por sus dones, y hubiese continuado con mis plegarias por más tiempo, a no ser porque mis sabios instructores, felices por el progreso que veían en mí, tuvieron a bien redoblar la intensidad de mi entrenamiento, para enseñarme a utilizar los poderes divinos que se me habían otorgado, los sagrados dones. Y en aquel instante pequé de orgullo, pues muchos de mis compañeros, a pesar de haber sobrevivido al duro entrenamiento, jamás fueron recompensados con los dones del Señor, pues el pecado manchaba sus almas. A esos pobres impíos se les relegó a guardianes del monasterio, hábiles con las armas pero incapaces de enfrentarse al mal, meros soldados que debían proteger Cadeus enemigos meramente humanos. Pero yo… yo era uno de Sus elegidos. De cada cinco niños que habían comenzado el entrenamiento, cuatro nunca lo habían acabado (algunos incapaces, y otros muertos). Pero no yo. Yo era un Inquisidor. El brazo armado de Cristo.

Esa noche volví a flagelarme por mis pecados. Hacía mucho que no tenía que hacerlo, pero yo era un elegido del Señor. No podía permitirme caer en falta. No puedo hacerlo.

Ocho años han pasado desde el día en que el Señor me otorgó sus dones, y hoy, por fin, sé como utilizarlos. Hoy, por primera vez en la vida que puedo recordar, he puesto el pie fuera del monasterio. Y soy feliz, feliz porque el sufrimiento y el dolor de mi vida, toda la sangre que ha tenido que derramar, todas sus lágrimas bajo la furia autoinfligida de mi vieja fusta, han dado por fin sus frutos. Hoy tengo el Legislador inquisitorial brillando en mi mano, clamando porque le de el uso para el que ha sido forjado. Hoy comienza mi tarea, debo recorrer el mundo, en busca de brujas, de demonios y fantasmas.

Y matarlos. Matarlos a todos.

Palabra de Dios.

miércoles, 1 de diciembre de 2010

Gracias


Podría decir muchas cosas, pero se resumen en una sola: Gracias.

Gracias por el mejor año de mi vida.


domingo, 17 de octubre de 2010

Cucarachas

La vieja camioneta levita girando pesadamente sobre sí misma, mientras pedazo a pedazo va deshaciéndose, convirtiéndose en un montón de chatarra desguazada. Con lentitud, casi con belleza, los fragmentos de metal roto y retorcido danzan alrededor de un hombre; un extraño anciano de cabellos canos y ojos de hielo que se yergue majestuosamente en la oscura noche.

Los faros de la camioneta se encienden repentinamente (¿ha chasqueado el anciano sus dedos, o solo lo has imaginado?) iluminando con dureza tu rostro y el de tus acompañantes, deshaciendo con su luz la neblina oscura que inundaba tu mente. Recuerdas… hace unos instantes conducías por carreteras secundarias hacia Búfalo, acompañado por James y Wilbur. Pero ocurrió algo ¿no es así? Un… un accidente, el volante parecía fijo, no podías controlar tu propio vehículo. Y ahora, los tres estáis ahí, tendidos sobre un prado rodeado de alambre de espino, iluminados por los faros de vuestra camioneta y a los pies de un anciano vestido de rojo. No consigues comprenderlo.

-Dicen que la Historia la escriben los vencedores –dice el hombre de rojo, mirándoos con sus ojos gélidos. Su voz es grave, potente, y no puede ocultar el enorme desprecio que siente por vosotros. Casi os escupe las palabras, como si fuerais algo horrible y desagradable, algo que conviene eliminar. Os habla como un exterminador ante una plaga de cucarachas ¿qué habéis hecho para que os odie tanto?-. Pues bien, tengamos una lección de Historia.

Extiende la mano, como un profesor explicando algo sencillo, y el alambre de espino fluctúa, se eleva y se rompe, uniéndose a la suave danza metálica ¿quién es ese hombre? ¿qué está haciendo?

-Florida, mil novecientos cincuenta y ocho. Un hombre joven de piel negra llamado Edgar Myers es atado a un árbol, azotado con pedazos de alambrada y finalmente linchado por supremacistas blancos. Su delito fue negarse a abandonar su propio hogar –la voz del anciano se ha vuelto más dura, acusadora. Como si os culpase a vosotros por el asesinato de Myers. El loco os acusa de un crimen cometido hace cincuenta años. Pero aún no ha dejado de hablar-. Wisconsin, mil novecientos noventa y siete. Un adolescente llamado Matthew White es colgado de un puente por sus compañeros del equipo del instituto. Muere al ser aplastado por un tren. Matthew White es homosexual. Sus asesinos quedan en libertad condicional.

Repentinamente, la lenta danza de los fragmentos de metal se convierte en un furioso torbellino que silba al cortar el aire. El alambre de espino abandona su posición en el enloquecido baile para enredarse alrededor del cuello del aterrorizado James, que empieza a gritar de dolor y miedo cuando pequeñas gotas de sangre manchan su camisa. Tú también quieres gritar, pero la voz parece haberte abandonado.

-Hace cuatro días –continúa el hombre de rojo, y su voz se ha elevado hasta convertirse en un grito, alzándose gravemente por encima del silbido del metal-, una niña de doce años llamada Sarah Cullen, que ha desarrollado un tercer brazo vestigial por encima de su costilla derecha superior, es raptada por tres jóvenes americanos, quienes la arrojan desde la parte trasera de su camioneta cantando a coro “que tengas un buen día, muti”. La niña ingresa cadáver en el hospital local.

Finalmente, comprendes. Sí, tu viajabas en esa camioneta, tú raptaste a esa niña, y tú cantaste, junto con tus compañeros, aquel “que tengas un buen día”. Pero no era una niña humana, sino una mutante, un engendro. El reverendo Stryker lo ha dicho muchas veces en televisión: los mutantes no son humanos, son criaturas del diablo. Matarlos es hacer un bien por la humanidad. Wilbur, James y tú deberíais ser tratados como héroes. Como purificadores.
Tu razonamiento se corta en seco, igual que los gritos de James. El alambre de espino se ha tensado repentinamente y un chasquido desagradable, de hueso roto, ha inundado el ambiente por un instante sobrepasando los demás sonidos. Ahora, tu viejo amigo se balancea siniestramente, suspendido en el aire. Ahorcado, condenado por matar a una muti. Por librar la Tierra de una…

…de una plaga…

… como…

...como las cucarachas.

Repentinamente, comprendes. Miras al anciano vestido de rojo y quieres hablarle, pero tu voz te ha abandonado. El nudo de tu garganta le impide abrirse camino.

-Tengamos también una lección de biología –dice el hombre… no, el mutante, mientras mira con extraña curiosidad científica la sangre que, gota a gota, cae del cuello y la boca de James-. ¿Sabéis por qué la sangre es roja? Porque tiene hierro.

-Dios… Dios, por favor, no… -susurra Wilbur, con los ojos muy abiertos fijos en cadáver oscilante de vuestro viejo amigo. El mutante le está mirando ahora con fijeza. Comprendes lo que eso significa, y él también: será el siguiente. Sus mejillas se empapan de lágrimas de súplica, de miedo...

De dolor.

El cuerpo de Wilbur se convulsiona de un modo extraño y empieza a levitar. Su boca se abre, sus ojos se cierran, pero no grita. No consigue gritar. Sus brazos se extienden hacia atrás, su columna se dobla. Demasiado dolor. No grita. No grita.

-No mucho hierro, en realidad –el mutante prosigue con su explicación, imperturbable, como si no percibiera el brutal tormento de su víctima-. Apenas cinco gramos, justo lo necesario para formar un clavo pequeño. Pero, así y todo, imagina que un… muti… tuviese el poder de magnetizar esos átomos de hierro, repartidos por cada rincón de tu cuerpo, y controlarlo a voluntad. Creo que sería una manera particularmente dolorosa de morir.

Wilbur, convertido en un guiñapo retorcido, parece alzarse. Aún no grita, pero cada centímetro de su piel está empapado de lágrimas y sudor.

-Oh, adelante. Grita y llora. Dime cuánto lo sientes.

De la garganta marchita del joven torturado surge un hilillo de voz.

-Lo… lo siento –murmura.

-Sarah también lo sintió.

Tienes que cerrar los ojos cuando el cuerpo de Wilbur se desdobla y se extiende. No le ves morir, pero puedes escuchar como su piel se rompe y estalla desde dentro cuando cada átomo de metal de su cuerpo le abandona.

Las lágrimas inundan tus mejillas. Sabes que vas a morir. El mutante de rojo está sobre ti, asqueado por tu presencia. Te va a matar, y no puedes hacer nada por impedirlo. Porque para él eres una cucaracha.

-Imagino –dice con su voz poderosa, muy cerca de tu oído-, que ella también lloró. Lloró y suplicó, mientras vosotros le sonreíais con vuestros dientes podridos y vuestros aparatos de metal. Imagino que dijo “por favor, no me matéis”

El paralelismo es perfecto. Vosotros teníais todo el poder, y ella era una cucaracha. Ahora, él tiene todo el poder, y la cucaracha eres tú. El mutante hace un gesto y el metal se disgrega y se desmenuza. Ves como minúsculas partículas de hierro ruedan alrededor de su mano, de su dedo índice extendido, imitando una pistola en un gesto grotescamente infantil.

-Teníais el poder de apretar el gatillo o perdonar su vida –dice el mutante, apuntando a tu sien con su pistola imaginaria. Las partículas de hierro, letales como balas, raspan tu piel. Lloras. Suplicas. Gritas- ¿y qué hicisteis? ¿qué hace un joven americano ante una elección como esa?

El metal alcanza velocidades superiores a la del sonido, atravesando tu piel, carne y hueso, penetrando en tu cráneo y destrozando tu materia gris. Cuando emerge por el otro lado hace que tu cabeza prácticamente estalle, salpicándolo todo de rojo. Caes de lado. Ya no piensas.

Cucaracha.

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Magneto se alza, aún armado con su pistola imaginaria.

-Bang.

martes, 28 de septiembre de 2010

Fanfic (continuación)

Gerald Samson examinaba su propio rostro en el astillado espejo que colgaba de la pared, transmutándole en un millar de imágenes de diversos tamaños que parecían estudiarle a él con recíproco detenimiento. Acababa de cumplir los veintidós años, pero su rostro suave y ovalado y una piel absolutamente tersa y lampiña le hacían parecer aún más joven, apenas un adolescente. Tenía unos grandes ojos, cálidos y dulces, que sumados al suave vello que le cubría el entrecejo le daban cierto aspecto de bondadoso bobalicón, el objetivo soñado por cualquier estafador de los que parecen multiplicarse en las oscuras calles de Nueva Springfield.

Resulta extraño hasta qué punto pueden engañar las apariencias.

-Ya debería estar aquí –dijo, y su voz desmintió la calidez de su aspecto. Era una voz gélida, tan fría y afilada como los fragmentos de cristal del espejo. Ningún ser humano podía tener una voz como esa. Al menos, ningún ser humano cuerdo.

-Pronto llegará –respondió una segunda voz, tan distinta a la primera como el fuego y el agua. Ésta era una voz grave, suave, tranquilizadora. Voz de hipnotizador, como susurros de un tenor de ópera. Quizá levemente quebrada por la edad, pero aún seductora-. A los secuaces del Gran B les gusta hacerse esperar. Es un modo de demostrar su poder.

-Me huele a podrido, señor –dijo Gerald, apartando su mirada del espejo. Llevaba demasiado tiempo inactivo esperando un trabajo. Sus dedos temblaban inquietos, deseosos de apretar un gatillo, de sentir el dulce retroceso del percutor que precede a la agonía silenciosa del moribundo, los preciosos segundos en que el objetivo se aferra a su triste vida, demasiado cobarde para atreverse a comprender que ya está muerto. La idea de una nueva misión, de una nueva muerte, lo conducía a un estado de éxtasis para el que jamás había podido encontrar sustituto. Y sin embargo… -. Es peligroso. Burns es un tramposo, jamás juega limpio. Por eso domina el mundo.

-Mi querido Gerald –dijo la Segunda Voz, sedante-, necesitas que ampliar tu perspectiva. Nadie se granjea tantos enemigos como el hombre más poderoso de la Tierra. Si consigo que te contrate, dejaremos de vagar en busca de imbéciles que quieran acallar su mala conciencia destripando a quienes recuerdan sus pecados. Tendremos misiones de verdad, dinero de verdad, y muertes de verdad ¿comprendes?

-Sí, señor, pero… -comenzó a decir el joven mercenario, pero sus palabras de hielo murieron en su garganta. Con la impecable precisión de quien conoce la importancia de la primera impresión, el contratista del Gran B acababa de hacer su entrada. Una puerta abierta con un seco golpe, una silueta oscura recortándose ante la pálida luz rojiza del atardecer, de un modo tan perfecto que no podía ser casual. Unos pasos dotados de la firmeza precisa y calculada lentitud, acompasados por el pausado claqué de los tacones de aguja.

Su belleza sobrepasaba los cánones terrenales. Su cabello era una cascada de brillante obsidiana, sus ojos almendrados brillaban con el color de las aguamarinas. Sus labios, rojos como la misma sangre, sonreían de un modo que hubiese podido hacer hervir el hielo. Quizá hubiese pasado los treinta, pero ninguna arruga quebraba la perfecta suavidad de su rostro, con la sola excepción de los minúsculos hoyuelos que aparecían en sus mejillas cuando reía.

Nada en sus movimientos era espontáneo, o fruto de la casualidad. Cuando finalmente se detuvo, lo hizo a una distancia perfectamente calculada. Cuando le miró a los ojos, la apertura de sus párpados era la idónea. Cada gesto, cada sonrisa, cada pestañeo, no era más que una hebra de esa invisible tela de araña que con lentitud, pero con milimétrica precisión, tejía alrededor de la víctima de sus encantos. El mundo se regía por la ley de la jungla y ella se aseguraba de ser una depredadora.

-Buenos días, Gerald –dijo, con solo un ligerísimo toque de picardía en el modo de pronunciar las vocales-. Me llamo Jessica Lovejoy, pero puedes llamarme Jessica si quieres. Supongo que ya sabrás para qué he venido.

-Ha venido a ofrecernos un trato, señorita Lovejoy –respondió el asesino, y las cuchillas de su voz rompieron el hechizo con despiadada brutalidad, deshebrando la telaraña de gestos y palabras. Ninguna mujer tenía poder sobre el joven. La única excitación que podía sentir ante un cuerpo desnudo la causaba la visión del tembloroso palpitar de la sangre bajo la piel.

Jessica sonrió. Adoraba los retos.

-Un hombre de negocios, ya veo –dijo, divertida. Con un gesto rápido, le alcanzó a Gerald un codificador holográfico de pequeño tamaño-. Queremos que elimines a un objetivo de modo inmediato. La discreción no es necesaria, pero sí solicitamos una prueba patente de que el trabajo ha sido completado. A ser posible, la cabeza entera, el Gran B tiene cierta predilección por los trofeos de caza.

-Ya veo –dijo Gerald distraídamente, manipulando el codificador para que mostrara la imagen y los datos de su nueva presa-. ¿Y el dinero?

-Siendo este tu primer trabajo para nosotros, se te considerará un sujeto en pruebas. No tendrás paga esta vez, pero si cumples, te presentaremos nuevas misiones con asiduidad. Y sabemos recompensar a quienes nos sirven bien, Gerald.

El joven psicótico no respondió. Miraba la imagen que el codificador holográfico proyectaba, con los ojos muy abiertos y la mandíbula desencajada. Poco a poco, una sonrisa siniestra se dibujó en su rostro.

-Aceptamos –dijo la Segunda Voz, sin esperar la respuesta de su compañero.

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-Es un tipo peligroso –aceptó Jessica, sonriendo, después de que Gerald dejase la habitación.

-Todas las armas lo son –respondió la Segunda Voz, con cierto timbre de desafiante sarcasmo-, pero el peligro disminuye cuando las sabes empuñar.

-¿Y tú sabes empuñar a Gerald?

-Soy el único en el mundo que puede hacerlo.

La contratista de Burns rió con ganas, con una carcajada burlona, maliciosa, que dejaba muy clara su opinión. Quizá hoy se le hubiese roto la tela, pero ella era Jessica Lovejoy, la titiritera. No existía hombre, mujer o niño que no bailase al son que ella marcaba. Si Gerald Samson resultaba ser la formidable arma que prometía, no pasaría mucho tiempo antes de que su corazón y su alma le perteneciesen por completo.

-Ay, Robert –dijo Jessica, con la voz aún convulsionada por la risa, y secándose una lagrimilla rebelde que amenazaba con caer por su mejilla-, nunca cambiarás ¿verdad? Siempre serás un payaso, un actor secundario en la comedia que otro protagoniza.

Robert Underdunk Terwilliger, la Segunda Voz, guardó silencio y miró, pensativamente, hacia la imagen de la joven rubia de duro aspecto que brillaba unos centímetros por encima del codificador holográfico. Sobre un párrafo de pequeñas y apretadas letras amarillas que flotaban fantasmagóricamente en el aire junto a la imagen podían leerse dos simples palabras.

“Margaret Simpson”

lunes, 13 de septiembre de 2010

Fanfic

La joven avanzó otro paso, cautelosamente, dejando atrás la protección de la casi impenetrable oscuridad que se extendía como una terrorífica plaga entre los suburbios de la antigua metrópolis. Ahora, más allá de la sombra arrojada por los edificios en ruinas, se encontraba abrumadoramente sola, de pie y perfectamente visible en un desierto de ladrillo y polvo que resultaba aún más tétrico en aquella especie de penumbra quejumbrosa que lo envolvía todo, la única luz natural que les había dejado el viejo Sol, como regalo de despedida, antes de ocultarse definitivamente hacía ya demasiados años.

-No, no completamente sola -masculló para sí, acariciando casi inconscientemente el frío metal de su vetusto y cansado rifle SPR. No caería, no sin luchar. A menos, claro, que hubiese un francotirador apostado en algún lugar de las cercanías. La idea de morir triste y silenciosamente, expirando su último aliento antes de comprender qué la había alcanzado, hizo que una sensación de temor crudo le recorriese la espalda como una ráfaga de gélido viento. Sintió los dedos ligeramente agarrotados cuando golpeó con rudeza el lóbulo de su oreja, activando la radio que el cirujano Syzlak le había implantado hacía ahora tres años. El familiar sonido de la zumbante estática y el ruido blanco tuvieron inmediatamente un efecto tranquilizador, y la suave voz femenina que esperaba al otro lado, distorsionada pero perfectamente audible, pronto disipó sus últimos nervios, permitiéndole de nuevo razonar con la frialdad que la caracterizaba.

-¿Hay algún problema? -preguntó la Voz de la Radio, con tono de franca preocupación.

-Sí, hay un problema -respondió la joven, con un murmullo casi inaudible-. El terreno está demasiado despejado, necesito una ruta con cobertura, o soy carne muerta.

-¿Así que la zona Este se derrumbó realmente? Bien, dame siete segundos -la Voz se silenció por unos instantes, mientras el sonido de un rapidísimo teclear se sobreponía a los ruidos de la estática. No había transcurrido aún el tiempo solicitado, cuando la Voz habló de nuevo-. Debería haber una entrada a la antigua red de alcantarillado, a... setenta y ocho metros al noroeste de tu posición actual. Quizá también haya sido derruida, pero no lo creo. Tengo por aquí algunos informes que me hacen pensar que en esos túneles habitan Carroñeros.

-Mierda de Carroñeros -escupió la joven.

-A nadie nos gustan los Carroñeros, hermanita, pero los túneles en los que viven están siempre en buen estado. Es tu mejor oportunidad.

-Mierda de Carroñeros -repitió, desconectando la radio antes de que la Voz pudiese desearle suerte, como siempre hacía. Como si la suerte tuviese algo que ver en su trabajo, se dijo, mientras echaba a correr hacia la entrada de la alcantarilla.


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-Mierda de Carroñeros.

La joven mantuvo el gatillo apretado durante unos segundos más, hasta conseguir que la cabeza de la última de aquellas criaturas infrahumanas estallase como un globo demasiado hinchado, salpicándolo todo de sangre y una materia viscosa y gris que, suponía, sería el equivalente a su cerebro. Hacía tiempo que aquellos seres se habían retirado a las alcantarillas, subsistiendo gracias a las sobras que la élite de la sociedad exterior arrojaba a la basura. La mayoría habían perdido del todo la cabeza, volviéndose criaturas agresivas e idiotizadas que atacaban sin provocación y sin descanso. La joven los odiaba, porque odiaba matarlos. Odiaba verse obligada a disparar a los mayores perjudicados de la salvaje dictadura del Gran B, especialmente cuando, a pesar de sus enfermedades, pústulas y mutaciones, aún podía distinguirse en ellos un rostro humano. Lo odiaba porque, de cuando en cuando, uno podía ver entre las facciones anónimas de los Carroñeros muertos una cara conocida, una cara con la que antaño había jugado, hablado o reído, antes de que el mundo entero se convirtiese en un jodido infierno.

La joven avanzó sin volver la vista atrás, saltando sobre los cuerpos sin vida de aquellas criaturas salvajes sin querer ni poder bajar la mirada y examinarlos más detenidamente. Y si una cara pálida, de mujer, le resultó familiar solo por un instante (¿Terri? ¿eras tú, Terri?), no tuvo valor para comprobarlo. Quizá se había equivocado. Tenía que haberse equivocado. Sin duda, se había equivocado. No era Terri la que estaba tendida sobre la inmundicia, mutilada y desangrada, con la boca desencajada en un gesto de furia que le perduraría como máscara mortuoria hasta que los gusanos la devoraran. No podía ser ella. Ni siquiera aunque lo fuese.



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-¡Esto no estaba previsto! -aulló la joven mientras corría tan rápido como sus piernas se lo permitían. Un rayo eléctrico, o quizá una onda de choque sónico, era difícil decirlo, estalló a sus espaldas, abriendo un enorme agujero en el suelo que escupió una lluvia de piedrecillas ardientes hacia todas partes. Jodido neoarmamento de última generación. Los viejos rifles que solo disparaban balas se estaban quedando muy anticuados.

-¿Qué está ocurriendo? -chilló histéricamente la Voz de la Radio, en un tono tan aterrorizado y agudo que pareció silenciar, por un instante, todas las interferencias de estática.

-Me persigue un coche de policía. O el Gran B busca nuestra misma presa, o el muy gilipollas se ha escondido en territorio enemigo.

Los coches de policía del Gran B eran colosales monstruos que combinaban los últimos avances en tecnología armamentística e ingeniería genética, grandes cerebros acorazados y armados que flotaban sobre el suelo, aniquilando a todo ser vivo no autorizado que entrase en su radio de alcance. La joven los había definido en numerosas ocasiones como "el resultado de colocar un cerebro de ballena bajo la capota de un camión". Algunos incluso habían reído de su chiste. Pero correr delante de uno de ellos no resultaba gracioso. Nunca.

-Quizá se haya escondido ahí conscientemente -respondió la Voz, pensativa-. Ya sabes, cuando alguien trata de encontrarte, el último lugar donde mirará será bajo sus propias narices.

-¿Quiere eso decir que nuestro Príncipe cobarde tiene cojones, al fin y al cabo? -preguntó la joven, rodando a un lado para esquivar un segundo rayo que aquella criatura biomecánica iba a dispararle. Por fortuna, aquellas cosas no eran grandes tiradores. Al igual que la vieja policía a la que habían sustituido, disparaban en todas direcciones, tratando de alcanzar a su presa más por casualidad que por puntería. Pero ella no era de esos. Desde que tenía memoria, la joven siempre había empuñado un arma. En una ocasión, su padre le había dicho que había aprendido a disparar antes de aprender a hablar. Su padre...

Un grito agudo brotó de su garganta desgarrada cuando un rayo de calor disparado por el monstruo que le seguía le alcanzó en la pierna derecha, haciendo que su sangre hirviera y la carne se ennegreciera y ardiera. La joven cayó al suelo, volteándose bocarriba para dejar al viejo SPR en posición de tiro. Ignoró los desesperados gritos de la Voz que le preguntaban por su estado, y agradeció internamente a quien pudiese escucharla que el calor le hubiese bloqueado temporalmente las terminaciones nerviosas, permitiéndole pensar por un instante en algo más que el agónico dolor que, indudablemente, iba a sentir en pocos segundos. El coche de policía se cernía sobre ella como un ave de presa, apuntándola con un centenar de rifles, láseres y quién sabe qué, que dispararían en una fracción de segundo. Tenía que ser más rápida. El chip de control de esa cosa era una zona de diez centímetros situada tras el cerebro medio. Y solo iba a tener un disparo.

Un disparo.

-¡Contéstame, Margaret! ¿Estás bien?

-Estoy bien, hermana mayor -respondió la joven, sonriendo a pesar del terrible dolor al oír el ruidoso suspiro de la Voz de la Radio-. Tengo una pierna tocada, pero le he destrozado al Gran B uno de sus queridos coches de policía. Cincuenta millones de dólares menos en la cuenta de ese sucio bastardo... ¿Me has llamado Margaret?

-Lo siento, ha sido la tensión del momento ¿Cómo está tu pierna? ¿Crees que puedes continuar?

-Es solo un rasguño -contestó ella. La carne de su pierna se había convertido en una masa morada y negra, en la que empezaban a surgir unas desiguales ampollas amarillentas sobre la piel arrugada y chamuscada-. Puedo continuar. Tengo que capturar a nuestro Príncipe.


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El Príncipe comía una lata de conservas en el interior de un búnker perfectamente acondicionado. A veces, se felicitaba a sí mismo por su soberbia astucia: con todas las fuerzas del Gran B buscándolo, él se escondía sin que nadie le molestara en el equivalente a un auténtico hotel de lujo, con cama, lavabos, biblioteca y mucha comida enlatada para sobrevivir tres vidas, si era necesario. En realidad, solo echaba de menos su vieja conexión a Internet. Ya había leído un par de veces todos los libros que había creído prudente traer consigo.

-Martin Prince, supongo -dijo una voz, a sus espaldas-. El Gran Codificador que programó las Cinco Puertas que protegen al Gran B.

Martin se volvió, sobresaltado, dejando caer su lata de conservas al suelo con un sonido metálico. Ante él se alzaba una joven de veintipocos años, de largo cabello rubio y unos ojos azules tan fríos como el mismo hielo, que le apuntaba con un rifle SPR. Su pierna izquierda estaba completamente quemada, pero ella ignoraba el dolor apretando fuertemente los dientes. Su cara le sonaba de algo... estaba seguro de haberla visto antes...

-¿Margaret? ¿Maggie? ¿eres tú? -dijo Martin, entrecerrando los ojos-. ¿La pequeña Maggie Simpson?

-Justamente, Príncipe -respondió ella con una sonrisa, sin mover ni un ápice su arma-. Y tú te vienes conmigo. Eres el único que puedes ayudarnos a derrotar definitivamente al Gran B. Solo tú puedes abrir las puertas que guardan el despacho de Charles Montgomery Burns.

jueves, 8 de julio de 2010

Una historia común

El rugido de la batalla suena a mi alrededor. No es como lo imaginaba. Creía que el ejército se encaminaría hacia el combate con un grito de guerra, coordinado, poderoso y salvaje, como si todas las gargantas se fundiesen en una, como si el valor, el coraje de los soldados, fuese tan enorme que no cabe en el interior del pecho, y tiene que brotar a través de la garganta de los guerreros, aterrorizando a sus enemigos. Pero hay muchos gritos, no uno solo. Cada cual grita por si mismo, gritos inarticulados que no nacen en el valor, sino en el miedo. Todos y cada uno de los hombres que pisan el campo de batalla saben que pueden morir hoy, que probablemente morirán hoy, y gritan para que el sonido oculte sus propios pensamientos.
No fue eso lo que me dijeron.

Me llamo Joel. Como no tengo sangre noble, tampoco tengo apellido alguno, pero mi padre es herrero, así que podéis llamarme Joel Blacksmith, si queréis. Mi historia es una historia común, la misma historia aburrida que se repite día a día en mil y un rincones del Imperio. La habéis escuchado muchas veces, un padre que quiere que su hijo siga sus pasos, y un hijo que sueña con más. Tenéis que saber que, cuenten lo que cuenten las viejas, los herreros no suelen dedicarse a forjar armas. Habitualmente, las manos callosas y sudorosas de mi padre, tostadas en el fuego de la fragua, daban forma a nuevas herramientas, o utensilios de labranza que sus vecinos necesitaban. Pero unas pocas veces, después de largos meses de absoluta monotonía, aparecía una nube de polvo en el horizonte y llegaban caballerías con noticias funestas, de orcos caníbales que daban problemas en alguna frontera o siniestros movimientos en los ejércitos del Norte lejano. Y a veces, uno de esos caballeros, veterano en mil batallas, con cientos de cicatrices que mostraban su nobleza, descendía de su montura y le pedía a mi padre que reforjase su lanza, o su espada, o que hiciese nuevas herraduras para su colosal caballo de guerra. Y yo veía a mi padre forjando esas armas que algún día se teñirían con la sangre negra de los orcos y soñaba con empuñarlas, con el valor y la gloria, con morir en batalla rodeado por mil enemigos caídos a mis pies, y con canciones que los juglares llevarían de pueblo a pueblo, recordando a Joel, el gran guerrero que defendió lo bueno y sagrado, que arrebató la victoria a las fuerzas de la oscuridad.
Cada cierto tiempo, un reclutador miliciano se pasea por los pueblos del condado. Nos habla de la gloria, del honor y de Sigmar, el primer Emperador, el padre de la verdadera religión. Nos habla de la grandeza de morir por todo ello, y de la vida de fama y reconocimiento que espera a los que sobreviven. Escuchándole, uno piensa que ir a la guerra es beneficioso ocurra lo que ocurra. Al menos, eso fue lo que yo pensé. Por Ghal Maraz, por Sigmar y el Imperio, y por la gloria, la egolatría y los sueños de grandeza, supongo. Por todo ello, firmé en una hoja de pergamino reseca que crujía suavemente al contacto de la pluma. Por todo ello, mentí sobre mi edad y fui a la guerra.

Ahora tengo quince años, y estoy en la batalla. Diría que es mi primera batalla, pero no, es la batalla, sin más, porque también será la última.
Mi espada yace en el suelo. Está limpia, no se ha teñido de negra sangre de orco. Unos pocos centímetros más allá, mi mano temblorosa intenta empuñarla, como si fuese a servir para algo, como si no estuviese ya condenado.
Una flecha atraviesa mi pulmón derecho, y el aire silba débilmente cuando escapa de mi cuerpo sin cumplir su tarea. El rugido de la batalla suena a mi alrededor. No es como lo imaginaba. Todos me ven, pero nadie repara en mí. Nadie recordará mi nombre cuando se canten las canciones.
¿Por qué? ¿Fui menos valiente? ¿Quise menos a mi Emperador que aquellos que mueren en primera línea, en la gloria del combate? ¿Qué aquellos que sobreviven y cuentan las historias? ¿por qué nunca hay canciones de nosotros?
¿No tuve yo familia, como ellos? ¿nadie llorará por mí? ¿por qué entonces…?
¿Por qué nadie cuenta historias… sobre nosotros?
¿Por qué nadie… por qué nadie me recordará cuando… cuando haya….
…muert…

domingo, 7 de marzo de 2010

Outrageous

Fuego.

La misma noche arde ante tus ojos, incendiada por unas llamas hambrientas de carne y ceniza, llamas que consumen el bosque que las alimenta enroscándose en los árboles como terribles serpientes constrictoras que resplandecen en la oscuridad. La brisa lleva hasta ti su calor sofocante, la escoria y el humo que penetra en tus ojos y pulmones, cegándote, asfixiándote, susurrándote al oído que te espera la más terrible de las muertes si te atreves a continuar tu camino. Tu sudor, sucio de ceniza, resbala por tu piel seca y cuarteada, que empieza ya a tostarse y chamuscarse a pesar de que el fuego está todavía lejos. Aún pudes huir, aún no es tarde.

Pero tienes que avanzar.

Comienzas a correr, gritándote a ti mismo que tus ropas, húmedas tras la travesía de Mondo, quizá te sirvan de alguna protección. Bien sabes que no es más que una triste y pálida mentira, un miserable intento de autoengaño. Las llamas saltan de un árbol a otro, lamiendo su corteza y robando su alma, rodeándote, cortándote el paso como si las dirigiese una voluntad etérea y diabólica cuyo único deseo fuese verte morir devorado por el fuego. Pero no morirás hoy. No. Lo conseguirás, puedes conseguirlo. Tienes que conseguirlo.

Saltas sobre las llamas, y ruedas por el suelo. Un dolor agudo hace latir la piel enrojecida allí donde el fuego la ha alcanzado, pero sigues vivo. Un grito de euforia se abre camino a través de tu garganta y tus labios resecos, has pasado la primera prueba. La adrenalina recorre tus venas e inunda tu cerebro, borrando de tus sentidos el dolor lacerante que colapsa tus nervios y el penetrante olor a carne quemada que trata cruelmente de mostrarte una desesperante realidad. Y allí, de pie, rodeado por un bosque en llamas, crees que de verdad puedes sobrevivir. Que una noche de vino y rosas te espera más allá del infierno, esperando tu regreso con los brazos abiertos.

Entonces, te alcanza el primer disparo.

En tu estado de falsa euforia inducido por una droga natural, apenas sí eres capaz de notar el dolor. Así que asistes con una curiosidad casi científica al extraño momento en que tu hombro parece estallar desde dentro, salpicándote con tu propia sangre. Con tus propios pedazos ennegrecidos de carne chamuscada. La certidumbre de tu muerte, hundiéndose en tu cerebro como los rayos de un sol ardiente y terrible que atraviesan la blanquecina niebla vaporosa de las nubes bajas, resulta infinitamente más dolorosa. Una segunda detonación suena en alguna parte, extendiendo sus ecos a lo largo y ancho del bosque incendiado. Una segunda bala se hunde en la tierra, a pocos centímetros de tus pies.

Corres. De nuevo, corres.

Corres, saltas, caes, te levantas, sigues corriendo. No son hombres lo que te disparan, lo sabes bien. Son máquinas, máquinas frías, metódicas, carentes de alma o compasión. Máquinas que te siguen con su mirada sin ojos, que te disparan porque existen para ello y nada más. Te gustaría decirte que no pararán hasta que estés muerto, pero es una nueva mentira. Cuando hayas caído, frío e inerte, empapado en tu propia sangre, seguirán disparando a tu cadaver. Una bala roza tu piel, dejando a su paso un pequeño río rojo que atraviesa tu mejilla. Cierras los ojos. Corres.

Vives. Vives, maldita sea, sigues vivo. A través de las balas, a través de las máquinas, a través del mismo fuego, sigues vivo.

Solo entonces aparece ese enorme tubo naranja, que parece alzarse hasta el mismísimo cielo, y que te corta totalmente el paso. Y tú maldices, mierda y más mierda. Joder y la madre que los parió a todos ellos.

Ahora comprendes por qué deberías haber cogido ese estúpido trampolín que apareció al principio de la pantalla.





Juro que lloré la primera vez que conseguí superar esta maldita cosa