jueves, 8 de julio de 2010

Una historia común

El rugido de la batalla suena a mi alrededor. No es como lo imaginaba. Creía que el ejército se encaminaría hacia el combate con un grito de guerra, coordinado, poderoso y salvaje, como si todas las gargantas se fundiesen en una, como si el valor, el coraje de los soldados, fuese tan enorme que no cabe en el interior del pecho, y tiene que brotar a través de la garganta de los guerreros, aterrorizando a sus enemigos. Pero hay muchos gritos, no uno solo. Cada cual grita por si mismo, gritos inarticulados que no nacen en el valor, sino en el miedo. Todos y cada uno de los hombres que pisan el campo de batalla saben que pueden morir hoy, que probablemente morirán hoy, y gritan para que el sonido oculte sus propios pensamientos.
No fue eso lo que me dijeron.

Me llamo Joel. Como no tengo sangre noble, tampoco tengo apellido alguno, pero mi padre es herrero, así que podéis llamarme Joel Blacksmith, si queréis. Mi historia es una historia común, la misma historia aburrida que se repite día a día en mil y un rincones del Imperio. La habéis escuchado muchas veces, un padre que quiere que su hijo siga sus pasos, y un hijo que sueña con más. Tenéis que saber que, cuenten lo que cuenten las viejas, los herreros no suelen dedicarse a forjar armas. Habitualmente, las manos callosas y sudorosas de mi padre, tostadas en el fuego de la fragua, daban forma a nuevas herramientas, o utensilios de labranza que sus vecinos necesitaban. Pero unas pocas veces, después de largos meses de absoluta monotonía, aparecía una nube de polvo en el horizonte y llegaban caballerías con noticias funestas, de orcos caníbales que daban problemas en alguna frontera o siniestros movimientos en los ejércitos del Norte lejano. Y a veces, uno de esos caballeros, veterano en mil batallas, con cientos de cicatrices que mostraban su nobleza, descendía de su montura y le pedía a mi padre que reforjase su lanza, o su espada, o que hiciese nuevas herraduras para su colosal caballo de guerra. Y yo veía a mi padre forjando esas armas que algún día se teñirían con la sangre negra de los orcos y soñaba con empuñarlas, con el valor y la gloria, con morir en batalla rodeado por mil enemigos caídos a mis pies, y con canciones que los juglares llevarían de pueblo a pueblo, recordando a Joel, el gran guerrero que defendió lo bueno y sagrado, que arrebató la victoria a las fuerzas de la oscuridad.
Cada cierto tiempo, un reclutador miliciano se pasea por los pueblos del condado. Nos habla de la gloria, del honor y de Sigmar, el primer Emperador, el padre de la verdadera religión. Nos habla de la grandeza de morir por todo ello, y de la vida de fama y reconocimiento que espera a los que sobreviven. Escuchándole, uno piensa que ir a la guerra es beneficioso ocurra lo que ocurra. Al menos, eso fue lo que yo pensé. Por Ghal Maraz, por Sigmar y el Imperio, y por la gloria, la egolatría y los sueños de grandeza, supongo. Por todo ello, firmé en una hoja de pergamino reseca que crujía suavemente al contacto de la pluma. Por todo ello, mentí sobre mi edad y fui a la guerra.

Ahora tengo quince años, y estoy en la batalla. Diría que es mi primera batalla, pero no, es la batalla, sin más, porque también será la última.
Mi espada yace en el suelo. Está limpia, no se ha teñido de negra sangre de orco. Unos pocos centímetros más allá, mi mano temblorosa intenta empuñarla, como si fuese a servir para algo, como si no estuviese ya condenado.
Una flecha atraviesa mi pulmón derecho, y el aire silba débilmente cuando escapa de mi cuerpo sin cumplir su tarea. El rugido de la batalla suena a mi alrededor. No es como lo imaginaba. Todos me ven, pero nadie repara en mí. Nadie recordará mi nombre cuando se canten las canciones.
¿Por qué? ¿Fui menos valiente? ¿Quise menos a mi Emperador que aquellos que mueren en primera línea, en la gloria del combate? ¿Qué aquellos que sobreviven y cuentan las historias? ¿por qué nunca hay canciones de nosotros?
¿No tuve yo familia, como ellos? ¿nadie llorará por mí? ¿por qué entonces…?
¿Por qué nadie cuenta historias… sobre nosotros?
¿Por qué nadie… por qué nadie me recordará cuando… cuando haya….
…muert…