domingo, 7 de marzo de 2010

Outrageous

Fuego.

La misma noche arde ante tus ojos, incendiada por unas llamas hambrientas de carne y ceniza, llamas que consumen el bosque que las alimenta enroscándose en los árboles como terribles serpientes constrictoras que resplandecen en la oscuridad. La brisa lleva hasta ti su calor sofocante, la escoria y el humo que penetra en tus ojos y pulmones, cegándote, asfixiándote, susurrándote al oído que te espera la más terrible de las muertes si te atreves a continuar tu camino. Tu sudor, sucio de ceniza, resbala por tu piel seca y cuarteada, que empieza ya a tostarse y chamuscarse a pesar de que el fuego está todavía lejos. Aún pudes huir, aún no es tarde.

Pero tienes que avanzar.

Comienzas a correr, gritándote a ti mismo que tus ropas, húmedas tras la travesía de Mondo, quizá te sirvan de alguna protección. Bien sabes que no es más que una triste y pálida mentira, un miserable intento de autoengaño. Las llamas saltan de un árbol a otro, lamiendo su corteza y robando su alma, rodeándote, cortándote el paso como si las dirigiese una voluntad etérea y diabólica cuyo único deseo fuese verte morir devorado por el fuego. Pero no morirás hoy. No. Lo conseguirás, puedes conseguirlo. Tienes que conseguirlo.

Saltas sobre las llamas, y ruedas por el suelo. Un dolor agudo hace latir la piel enrojecida allí donde el fuego la ha alcanzado, pero sigues vivo. Un grito de euforia se abre camino a través de tu garganta y tus labios resecos, has pasado la primera prueba. La adrenalina recorre tus venas e inunda tu cerebro, borrando de tus sentidos el dolor lacerante que colapsa tus nervios y el penetrante olor a carne quemada que trata cruelmente de mostrarte una desesperante realidad. Y allí, de pie, rodeado por un bosque en llamas, crees que de verdad puedes sobrevivir. Que una noche de vino y rosas te espera más allá del infierno, esperando tu regreso con los brazos abiertos.

Entonces, te alcanza el primer disparo.

En tu estado de falsa euforia inducido por una droga natural, apenas sí eres capaz de notar el dolor. Así que asistes con una curiosidad casi científica al extraño momento en que tu hombro parece estallar desde dentro, salpicándote con tu propia sangre. Con tus propios pedazos ennegrecidos de carne chamuscada. La certidumbre de tu muerte, hundiéndose en tu cerebro como los rayos de un sol ardiente y terrible que atraviesan la blanquecina niebla vaporosa de las nubes bajas, resulta infinitamente más dolorosa. Una segunda detonación suena en alguna parte, extendiendo sus ecos a lo largo y ancho del bosque incendiado. Una segunda bala se hunde en la tierra, a pocos centímetros de tus pies.

Corres. De nuevo, corres.

Corres, saltas, caes, te levantas, sigues corriendo. No son hombres lo que te disparan, lo sabes bien. Son máquinas, máquinas frías, metódicas, carentes de alma o compasión. Máquinas que te siguen con su mirada sin ojos, que te disparan porque existen para ello y nada más. Te gustaría decirte que no pararán hasta que estés muerto, pero es una nueva mentira. Cuando hayas caído, frío e inerte, empapado en tu propia sangre, seguirán disparando a tu cadaver. Una bala roza tu piel, dejando a su paso un pequeño río rojo que atraviesa tu mejilla. Cierras los ojos. Corres.

Vives. Vives, maldita sea, sigues vivo. A través de las balas, a través de las máquinas, a través del mismo fuego, sigues vivo.

Solo entonces aparece ese enorme tubo naranja, que parece alzarse hasta el mismísimo cielo, y que te corta totalmente el paso. Y tú maldices, mierda y más mierda. Joder y la madre que los parió a todos ellos.

Ahora comprendes por qué deberías haber cogido ese estúpido trampolín que apareció al principio de la pantalla.





Juro que lloré la primera vez que conseguí superar esta maldita cosa