Gerald Samson examinaba su propio rostro en el astillado espejo que colgaba de la pared, transmutándole en un millar de imágenes de diversos tamaños que parecían estudiarle a él con recíproco detenimiento. Acababa de cumplir los veintidós años, pero su rostro suave y ovalado y una piel absolutamente tersa y lampiña le hacían parecer aún más joven, apenas un adolescente. Tenía unos grandes ojos, cálidos y dulces, que sumados al suave vello que le cubría el entrecejo le daban cierto aspecto de bondadoso bobalicón, el objetivo soñado por cualquier estafador de los que parecen multiplicarse en las oscuras calles de Nueva Springfield.
Resulta extraño hasta qué punto pueden engañar las apariencias.
-Ya debería estar aquí –dijo, y su voz desmintió la calidez de su aspecto. Era una voz gélida, tan fría y afilada como los fragmentos de cristal del espejo. Ningún ser humano podía tener una voz como esa. Al menos, ningún ser humano cuerdo.
-Pronto llegará –respondió una segunda voz, tan distinta a la primera como el fuego y el agua. Ésta era una voz grave, suave, tranquilizadora. Voz de hipnotizador, como susurros de un tenor de ópera. Quizá levemente quebrada por la edad, pero aún seductora-. A los secuaces del Gran B les gusta hacerse esperar. Es un modo de demostrar su poder.
-Me huele a podrido, señor –dijo Gerald, apartando su mirada del espejo. Llevaba demasiado tiempo inactivo esperando un trabajo. Sus dedos temblaban inquietos, deseosos de apretar un gatillo, de sentir el dulce retroceso del percutor que precede a la agonía silenciosa del moribundo, los preciosos segundos en que el objetivo se aferra a su triste vida, demasiado cobarde para atreverse a comprender que ya está muerto. La idea de una nueva misión, de una nueva muerte, lo conducía a un estado de éxtasis para el que jamás había podido encontrar sustituto. Y sin embargo… -. Es peligroso. Burns es un tramposo, jamás juega limpio. Por eso domina el mundo.
-Mi querido Gerald –dijo la Segunda Voz, sedante-, necesitas que ampliar tu perspectiva. Nadie se granjea tantos enemigos como el hombre más poderoso de la Tierra. Si consigo que te contrate, dejaremos de vagar en busca de imbéciles que quieran acallar su mala conciencia destripando a quienes recuerdan sus pecados. Tendremos misiones de verdad, dinero de verdad, y muertes de verdad ¿comprendes?
-Sí, señor, pero… -comenzó a decir el joven mercenario, pero sus palabras de hielo murieron en su garganta. Con la impecable precisión de quien conoce la importancia de la primera impresión, el contratista del Gran B acababa de hacer su entrada. Una puerta abierta con un seco golpe, una silueta oscura recortándose ante la pálida luz rojiza del atardecer, de un modo tan perfecto que no podía ser casual. Unos pasos dotados de la firmeza precisa y calculada lentitud, acompasados por el pausado claqué de los tacones de aguja.
Su belleza sobrepasaba los cánones terrenales. Su cabello era una cascada de brillante obsidiana, sus ojos almendrados brillaban con el color de las aguamarinas. Sus labios, rojos como la misma sangre, sonreían de un modo que hubiese podido hacer hervir el hielo. Quizá hubiese pasado los treinta, pero ninguna arruga quebraba la perfecta suavidad de su rostro, con la sola excepción de los minúsculos hoyuelos que aparecían en sus mejillas cuando reía.
Nada en sus movimientos era espontáneo, o fruto de la casualidad. Cuando finalmente se detuvo, lo hizo a una distancia perfectamente calculada. Cuando le miró a los ojos, la apertura de sus párpados era la idónea. Cada gesto, cada sonrisa, cada pestañeo, no era más que una hebra de esa invisible tela de araña que con lentitud, pero con milimétrica precisión, tejía alrededor de la víctima de sus encantos. El mundo se regía por la ley de la jungla y ella se aseguraba de ser una depredadora.
-Buenos días, Gerald –dijo, con solo un ligerísimo toque de picardía en el modo de pronunciar las vocales-. Me llamo Jessica Lovejoy, pero puedes llamarme Jessica si quieres. Supongo que ya sabrás para qué he venido.
-Ha venido a ofrecernos un trato, señorita Lovejoy –respondió el asesino, y las cuchillas de su voz rompieron el hechizo con despiadada brutalidad, deshebrando la telaraña de gestos y palabras. Ninguna mujer tenía poder sobre el joven. La única excitación que podía sentir ante un cuerpo desnudo la causaba la visión del tembloroso palpitar de la sangre bajo la piel.
Jessica sonrió. Adoraba los retos.
-Un hombre de negocios, ya veo –dijo, divertida. Con un gesto rápido, le alcanzó a Gerald un codificador holográfico de pequeño tamaño-. Queremos que elimines a un objetivo de modo inmediato. La discreción no es necesaria, pero sí solicitamos una prueba patente de que el trabajo ha sido completado. A ser posible, la cabeza entera, el Gran B tiene cierta predilección por los trofeos de caza.
-Ya veo –dijo Gerald distraídamente, manipulando el codificador para que mostrara la imagen y los datos de su nueva presa-. ¿Y el dinero?
-Siendo este tu primer trabajo para nosotros, se te considerará un sujeto en pruebas. No tendrás paga esta vez, pero si cumples, te presentaremos nuevas misiones con asiduidad. Y sabemos recompensar a quienes nos sirven bien, Gerald.
El joven psicótico no respondió. Miraba la imagen que el codificador holográfico proyectaba, con los ojos muy abiertos y la mandíbula desencajada. Poco a poco, una sonrisa siniestra se dibujó en su rostro.
-Aceptamos –dijo la Segunda Voz, sin esperar la respuesta de su compañero.
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-Es un tipo peligroso –aceptó Jessica, sonriendo, después de que Gerald dejase la habitación.
-Todas las armas lo son –respondió la Segunda Voz, con cierto timbre de desafiante sarcasmo-, pero el peligro disminuye cuando las sabes empuñar.
-¿Y tú sabes empuñar a Gerald?
-Soy el único en el mundo que puede hacerlo.
La contratista de Burns rió con ganas, con una carcajada burlona, maliciosa, que dejaba muy clara su opinión. Quizá hoy se le hubiese roto la tela, pero ella era Jessica Lovejoy, la titiritera. No existía hombre, mujer o niño que no bailase al son que ella marcaba. Si Gerald Samson resultaba ser la formidable arma que prometía, no pasaría mucho tiempo antes de que su corazón y su alma le perteneciesen por completo.
-Ay, Robert –dijo Jessica, con la voz aún convulsionada por la risa, y secándose una lagrimilla rebelde que amenazaba con caer por su mejilla-, nunca cambiarás ¿verdad? Siempre serás un payaso, un actor secundario en la comedia que otro protagoniza.
Robert Underdunk Terwilliger, la Segunda Voz, guardó silencio y miró, pensativamente, hacia la imagen de la joven rubia de duro aspecto que brillaba unos centímetros por encima del codificador holográfico. Sobre un párrafo de pequeñas y apretadas letras amarillas que flotaban fantasmagóricamente en el aire junto a la imagen podían leerse dos simples palabras.
“Margaret Simpson”
martes, 28 de septiembre de 2010
Fanfic (continuación)
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Etiquetas: cuento corto, fanfic, frikadas
lunes, 13 de septiembre de 2010
Fanfic
La joven avanzó otro paso, cautelosamente, dejando atrás la protección de la casi impenetrable oscuridad que se extendía como una terrorífica plaga entre los suburbios de la antigua metrópolis. Ahora, más allá de la sombra arrojada por los edificios en ruinas, se encontraba abrumadoramente sola, de pie y perfectamente visible en un desierto de ladrillo y polvo que resultaba aún más tétrico en aquella especie de penumbra quejumbrosa que lo envolvía todo, la única luz natural que les había dejado el viejo Sol, como regalo de despedida, antes de ocultarse definitivamente hacía ya demasiados años.
-No, no completamente sola -masculló para sí, acariciando casi inconscientemente el frío metal de su vetusto y cansado rifle SPR. No caería, no sin luchar. A menos, claro, que hubiese un francotirador apostado en algún lugar de las cercanías. La idea de morir triste y silenciosamente, expirando su último aliento antes de comprender qué la había alcanzado, hizo que una sensación de temor crudo le recorriese la espalda como una ráfaga de gélido viento. Sintió los dedos ligeramente agarrotados cuando golpeó con rudeza el lóbulo de su oreja, activando la radio que el cirujano Syzlak le había implantado hacía ahora tres años. El familiar sonido de la zumbante estática y el ruido blanco tuvieron inmediatamente un efecto tranquilizador, y la suave voz femenina que esperaba al otro lado, distorsionada pero perfectamente audible, pronto disipó sus últimos nervios, permitiéndole de nuevo razonar con la frialdad que la caracterizaba.
-¿Hay algún problema? -preguntó la Voz de la Radio, con tono de franca preocupación.
-Sí, hay un problema -respondió la joven, con un murmullo casi inaudible-. El terreno está demasiado despejado, necesito una ruta con cobertura, o soy carne muerta.
-¿Así que la zona Este se derrumbó realmente? Bien, dame siete segundos -la Voz se silenció por unos instantes, mientras el sonido de un rapidísimo teclear se sobreponía a los ruidos de la estática. No había transcurrido aún el tiempo solicitado, cuando la Voz habló de nuevo-. Debería haber una entrada a la antigua red de alcantarillado, a... setenta y ocho metros al noroeste de tu posición actual. Quizá también haya sido derruida, pero no lo creo. Tengo por aquí algunos informes que me hacen pensar que en esos túneles habitan Carroñeros.
-Mierda de Carroñeros -escupió la joven.
-A nadie nos gustan los Carroñeros, hermanita, pero los túneles en los que viven están siempre en buen estado. Es tu mejor oportunidad.
-Mierda de Carroñeros -repitió, desconectando la radio antes de que la Voz pudiese desearle suerte, como siempre hacía. Como si la suerte tuviese algo que ver en su trabajo, se dijo, mientras echaba a correr hacia la entrada de la alcantarilla.
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-Mierda de Carroñeros.
La joven mantuvo el gatillo apretado durante unos segundos más, hasta conseguir que la cabeza de la última de aquellas criaturas infrahumanas estallase como un globo demasiado hinchado, salpicándolo todo de sangre y una materia viscosa y gris que, suponía, sería el equivalente a su cerebro. Hacía tiempo que aquellos seres se habían retirado a las alcantarillas, subsistiendo gracias a las sobras que la élite de la sociedad exterior arrojaba a la basura. La mayoría habían perdido del todo la cabeza, volviéndose criaturas agresivas e idiotizadas que atacaban sin provocación y sin descanso. La joven los odiaba, porque odiaba matarlos. Odiaba verse obligada a disparar a los mayores perjudicados de la salvaje dictadura del Gran B, especialmente cuando, a pesar de sus enfermedades, pústulas y mutaciones, aún podía distinguirse en ellos un rostro humano. Lo odiaba porque, de cuando en cuando, uno podía ver entre las facciones anónimas de los Carroñeros muertos una cara conocida, una cara con la que antaño había jugado, hablado o reído, antes de que el mundo entero se convirtiese en un jodido infierno.
La joven avanzó sin volver la vista atrás, saltando sobre los cuerpos sin vida de aquellas criaturas salvajes sin querer ni poder bajar la mirada y examinarlos más detenidamente. Y si una cara pálida, de mujer, le resultó familiar solo por un instante (¿Terri? ¿eras tú, Terri?), no tuvo valor para comprobarlo. Quizá se había equivocado. Tenía que haberse equivocado. Sin duda, se había equivocado. No era Terri la que estaba tendida sobre la inmundicia, mutilada y desangrada, con la boca desencajada en un gesto de furia que le perduraría como máscara mortuoria hasta que los gusanos la devoraran. No podía ser ella. Ni siquiera aunque lo fuese.
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-¡Esto no estaba previsto! -aulló la joven mientras corría tan rápido como sus piernas se lo permitían. Un rayo eléctrico, o quizá una onda de choque sónico, era difícil decirlo, estalló a sus espaldas, abriendo un enorme agujero en el suelo que escupió una lluvia de piedrecillas ardientes hacia todas partes. Jodido neoarmamento de última generación. Los viejos rifles que solo disparaban balas se estaban quedando muy anticuados.
-¿Qué está ocurriendo? -chilló histéricamente la Voz de la Radio, en un tono tan aterrorizado y agudo que pareció silenciar, por un instante, todas las interferencias de estática.
-Me persigue un coche de policía. O el Gran B busca nuestra misma presa, o el muy gilipollas se ha escondido en territorio enemigo.
Los coches de policía del Gran B eran colosales monstruos que combinaban los últimos avances en tecnología armamentística e ingeniería genética, grandes cerebros acorazados y armados que flotaban sobre el suelo, aniquilando a todo ser vivo no autorizado que entrase en su radio de alcance. La joven los había definido en numerosas ocasiones como "el resultado de colocar un cerebro de ballena bajo la capota de un camión". Algunos incluso habían reído de su chiste. Pero correr delante de uno de ellos no resultaba gracioso. Nunca.
-Quizá se haya escondido ahí conscientemente -respondió la Voz, pensativa-. Ya sabes, cuando alguien trata de encontrarte, el último lugar donde mirará será bajo sus propias narices.
-¿Quiere eso decir que nuestro Príncipe cobarde tiene cojones, al fin y al cabo? -preguntó la joven, rodando a un lado para esquivar un segundo rayo que aquella criatura biomecánica iba a dispararle. Por fortuna, aquellas cosas no eran grandes tiradores. Al igual que la vieja policía a la que habían sustituido, disparaban en todas direcciones, tratando de alcanzar a su presa más por casualidad que por puntería. Pero ella no era de esos. Desde que tenía memoria, la joven siempre había empuñado un arma. En una ocasión, su padre le había dicho que había aprendido a disparar antes de aprender a hablar. Su padre...
Un grito agudo brotó de su garganta desgarrada cuando un rayo de calor disparado por el monstruo que le seguía le alcanzó en la pierna derecha, haciendo que su sangre hirviera y la carne se ennegreciera y ardiera. La joven cayó al suelo, volteándose bocarriba para dejar al viejo SPR en posición de tiro. Ignoró los desesperados gritos de la Voz que le preguntaban por su estado, y agradeció internamente a quien pudiese escucharla que el calor le hubiese bloqueado temporalmente las terminaciones nerviosas, permitiéndole pensar por un instante en algo más que el agónico dolor que, indudablemente, iba a sentir en pocos segundos. El coche de policía se cernía sobre ella como un ave de presa, apuntándola con un centenar de rifles, láseres y quién sabe qué, que dispararían en una fracción de segundo. Tenía que ser más rápida. El chip de control de esa cosa era una zona de diez centímetros situada tras el cerebro medio. Y solo iba a tener un disparo.
Un disparo.
-¡Contéstame, Margaret! ¿Estás bien?
-Estoy bien, hermana mayor -respondió la joven, sonriendo a pesar del terrible dolor al oír el ruidoso suspiro de la Voz de la Radio-. Tengo una pierna tocada, pero le he destrozado al Gran B uno de sus queridos coches de policía. Cincuenta millones de dólares menos en la cuenta de ese sucio bastardo... ¿Me has llamado Margaret?
-Lo siento, ha sido la tensión del momento ¿Cómo está tu pierna? ¿Crees que puedes continuar?
-Es solo un rasguño -contestó ella. La carne de su pierna se había convertido en una masa morada y negra, en la que empezaban a surgir unas desiguales ampollas amarillentas sobre la piel arrugada y chamuscada-. Puedo continuar. Tengo que capturar a nuestro Príncipe.
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El Príncipe comía una lata de conservas en el interior de un búnker perfectamente acondicionado. A veces, se felicitaba a sí mismo por su soberbia astucia: con todas las fuerzas del Gran B buscándolo, él se escondía sin que nadie le molestara en el equivalente a un auténtico hotel de lujo, con cama, lavabos, biblioteca y mucha comida enlatada para sobrevivir tres vidas, si era necesario. En realidad, solo echaba de menos su vieja conexión a Internet. Ya había leído un par de veces todos los libros que había creído prudente traer consigo.
-Martin Prince, supongo -dijo una voz, a sus espaldas-. El Gran Codificador que programó las Cinco Puertas que protegen al Gran B.
Martin se volvió, sobresaltado, dejando caer su lata de conservas al suelo con un sonido metálico. Ante él se alzaba una joven de veintipocos años, de largo cabello rubio y unos ojos azules tan fríos como el mismo hielo, que le apuntaba con un rifle SPR. Su pierna izquierda estaba completamente quemada, pero ella ignoraba el dolor apretando fuertemente los dientes. Su cara le sonaba de algo... estaba seguro de haberla visto antes...
-¿Margaret? ¿Maggie? ¿eres tú? -dijo Martin, entrecerrando los ojos-. ¿La pequeña Maggie Simpson?
-Justamente, Príncipe -respondió ella con una sonrisa, sin mover ni un ápice su arma-. Y tú te vienes conmigo. Eres el único que puedes ayudarnos a derrotar definitivamente al Gran B. Solo tú puedes abrir las puertas que guardan el despacho de Charles Montgomery Burns.
Escrito por Tomás a las 11:56 2 navegantes opinan
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