Las olas mecen con suavidad el camarote mientras tenues rayos de luz dorada atraviesan los tablones de cubierta, iluminando quedamente la habitación de madera e incidiendo sobre las páginas de un libro abierto que, momentáneamente abandonado, deja que el viento del mar juegue con sus hojas, en las que el salitre y la tinta se abrazan y bailan al compás de los crujidos del papel.
Neill permanece sentado en su vieja y desvencijada silla de brazos con la mirada perdida en algún punto de su interior. Repentinamente, toma entre sus manos el libro que había dejado apartado y lo cierra con cariño, como si acariciase sus tapas con una mezcla de amor y reverencia. En ocasiones, lo mágico de los libros no es solo lo que cuentan, sino también lo que callan. Escenas enteras que nunca surgieron de la pluma de su autor, sino que se limitaron a ser sugeridas, apenas mentadas, quizá olvidadas para que no llegasen a enturbiar el fluido transcurso de la trama.
El capitán pirata aferra su diario y moja la pluma en el tintero con una extraña necesidad febril. Es injusto, se dice. Injusto que algunos momentos tan estremecedores no lleguen a verse nunca impresos, que solo unos pocos lleguen a imaginar cómo pudieron haber sido, cómo deberían haber transcurrido, más allá de las páginas del libro.
Abriendo el diario por la primera página en blanco, Neill comienza a escribir.
La figura avanzaba a través del páramo, solitaria, embozada en una pesada capa que la protegiese del frío nocturno. La niebla se arremolinaba a su alrededor, cada vez más temible y espesa. Quizá otros considerarían una chiquillada asustarse de algo tan banal como un poco de niebla, pero para aquella figura, en aquel lugar y bajo aquella noche sin luna, la bruma representaba un peligro real y asesino. La tierra firme que parecía rodearlo no era sino una ilusión fatídica creada por algún espíritu malévolo. Por todas partes se extendía una ciénaga baldía que atraparía entre sus garras a cualquiera que diese un paso de más, hundiéndolo hacia profundidades inmisericordes donde moriría por asfixia.
El hombre embozado en la capa redobló su atención, atento a las pequeñas marcas que él mismo había labrado, marcas que la niebla amenazaba con ocultar. Pero no, el peligro había pasado. Allí, solo a unos metros de distancia, se alzaba una cabaña tan pequeña, oscura y solitaria como él mismo. Prometedora, segura en medio de aquel océano de barro y muerte. Segura para él, al menos, que no para cualquier otro ser viviente. Porque allí dormía su diablo. Su fiel y salvaje demonio abismal.
Abrió la puerta y escrutó con detenimiento las tinieblas que se refugiaban en el interior de la choza. Dos ojos, rojos, feroces y ardientes como hogueras, le devolvieron la mirada desde el otro lado de la oscuridad. Un gruñido apagado y constante brotó de una garganta inhumana, ocupando el espacio vacío como si procediese de todas partes al mismo tiempo. Y entonces, una pata canina, enorme, hirsuta y negra como el carbón, surgió de las tinieblas e hirió el suelo con las zarpas.
El corazón del hombre dio un vuelco de alegría. Seguía allí. Su bestia, su ángel vengador. Su monstruo surgido de lo más profundo de los nueve círculos del infierno. Hasta ese día lo había utilizado con cuidado y por cuestión de avaricia y conveniencia. Pero ahora, la situación era muy distinta. Ahora, el hombre de la capa sentía como su corazón se llenaba del negro veneno de la envidia y los celos, y cada rincón de su cuerpo ardía, consumiéndose en la llama pura e inagotable del odio salvaje. Lo odiaba. Lo odiaba con toda su alma, con cada rincón perdido de su mismo ser. Y la bestia lo mataría. Lo mataría. Lo mataría.
Se arrodilló ante el monstruo en actitud de adoración suplicante, y le sacó los grilletes y las cadenas que lo mantenían atrapado. El perro, el gigantesco sabueso del infierno, abrió quedamente sus mandíbulas, y de ellas emergió un resplandor rojizo que iluminaba sus dientes afilados como grandes cuchillos de carnicero. Un fuego que surgía de su garganta, que parecía proceder del mismísimo abismo. No era difícil ver en aquel resplandor fantasmagórico la mano del propio Satán.
-Mátalo -dijo el hombre, y sonreía-. Mátalo, sabes como encontrarlo.
El sabueso se lanzó hacia delante dejando que sus poderosos músculos lo propulsaran con toda su fuerza bestial. Salió de la cabaña, y su pelaje azabache brilló en la noche sin que luz alguna pudiese iluminarlo. Y corrió. Corrió tras la presa que su amo le había señalado, con la boca entreabierta, con las mandíbulas arrojando llamas a la noche, con toda su ferocidad de diablo concentrada en una sola tarea: encontrar a su objetivo y devorar su carne tierna.
-Mátalo -dijo el hombre, quedándose atrás, incapaz de seguir el paso salvaje del demoníaco animal-. Mátalo. Mata a Henry Baskerville.
Mátalo, mátalo, mátalo.
jueves, 18 de febrero de 2010
El diablo del páramo
Escrito por Tomás a las 15:01
Etiquetas: cuento corto
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1 navegantes opinan:
*Indy hace pat, pat al sabueso de los Baskerville* Perrito bonito ^^ ¿Quieres un hueso?
Bromas aparte, me gusta ^^ Y ya sabes que no te miento ¬¬
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