jueves, 18 de febrero de 2010

El diablo del páramo

Las olas mecen con suavidad el camarote mientras tenues rayos de luz dorada atraviesan los tablones de cubierta, iluminando quedamente la habitación de madera e incidiendo sobre las páginas de un libro abierto que, momentáneamente abandonado, deja que el viento del mar juegue con sus hojas, en las que el salitre y la tinta se abrazan y bailan al compás de los crujidos del papel.

Neill permanece sentado en su vieja y desvencijada silla de brazos con la mirada perdida en algún punto de su interior. Repentinamente, toma entre sus manos el libro que había dejado apartado y lo cierra con cariño, como si acariciase sus tapas con una mezcla de amor y reverencia. En ocasiones, lo mágico de los libros no es solo lo que cuentan, sino también lo que callan. Escenas enteras que nunca surgieron de la pluma de su autor, sino que se limitaron a ser sugeridas, apenas mentadas, quizá olvidadas para que no llegasen a enturbiar el fluido transcurso de la trama.

El capitán pirata aferra su diario y moja la pluma en el tintero con una extraña necesidad febril. Es injusto, se dice. Injusto que algunos momentos tan estremecedores no lleguen a verse nunca impresos, que solo unos pocos lleguen a imaginar cómo pudieron haber sido, cómo deberían haber transcurrido, más allá de las páginas del libro.

Abriendo el diario por la primera página en blanco, Neill comienza a escribir.

La figura avanzaba a través del páramo, solitaria, embozada en una pesada capa que la protegiese del frío nocturno. La niebla se arremolinaba a su alrededor, cada vez más temible y espesa. Quizá otros considerarían una chiquillada asustarse de algo tan banal como un poco de niebla, pero para aquella figura, en aquel lugar y bajo aquella noche sin luna, la bruma representaba un peligro real y asesino. La tierra firme que parecía rodearlo no era sino una ilusión fatídica creada por algún espíritu malévolo. Por todas partes se extendía una ciénaga baldía que atraparía entre sus garras a cualquiera que diese un paso de más, hundiéndolo hacia profundidades inmisericordes donde moriría por asfixia.

El hombre embozado en la capa redobló su atención, atento a las pequeñas marcas que él mismo había labrado, marcas que la niebla amenazaba con ocultar. Pero no, el peligro había pasado. Allí, solo a unos metros de distancia, se alzaba una cabaña tan pequeña, oscura y solitaria como él mismo. Prometedora, segura en medio de aquel océano de barro y muerte. Segura para él, al menos, que no para cualquier otro ser viviente. Porque allí dormía su diablo. Su fiel y salvaje demonio abismal.

Abrió la puerta y escrutó con detenimiento las tinieblas que se refugiaban en el interior de la choza. Dos ojos, rojos, feroces y ardientes como hogueras, le devolvieron la mirada desde el otro lado de la oscuridad. Un gruñido apagado y constante brotó de una garganta inhumana, ocupando el espacio vacío como si procediese de todas partes al mismo tiempo. Y entonces, una pata canina, enorme, hirsuta y negra como el carbón, surgió de las tinieblas e hirió el suelo con las zarpas.

El corazón del hombre dio un vuelco de alegría. Seguía allí. Su bestia, su ángel vengador. Su monstruo surgido de lo más profundo de los nueve círculos del infierno. Hasta ese día lo había utilizado con cuidado y por cuestión de avaricia y conveniencia. Pero ahora, la situación era muy distinta. Ahora, el hombre de la capa sentía como su corazón se llenaba del negro veneno de la envidia y los celos, y cada rincón de su cuerpo ardía, consumiéndose en la llama pura e inagotable del odio salvaje. Lo odiaba. Lo odiaba con toda su alma, con cada rincón perdido de su mismo ser. Y la bestia lo mataría. Lo mataría. Lo mataría.

Se arrodilló ante el monstruo en actitud de adoración suplicante, y le sacó los grilletes y las cadenas que lo mantenían atrapado. El perro, el gigantesco sabueso del infierno, abrió quedamente sus mandíbulas, y de ellas emergió un resplandor rojizo que iluminaba sus dientes afilados como grandes cuchillos de carnicero. Un fuego que surgía de su garganta, que parecía proceder del mismísimo abismo. No era difícil ver en aquel resplandor fantasmagórico la mano del propio Satán.

-Mátalo -dijo el hombre, y sonreía-. Mátalo, sabes como encontrarlo.

El sabueso se lanzó hacia delante dejando que sus poderosos músculos lo propulsaran con toda su fuerza bestial. Salió de la cabaña, y su pelaje azabache brilló en la noche sin que luz alguna pudiese iluminarlo. Y corrió. Corrió tras la presa que su amo le había señalado, con la boca entreabierta, con las mandíbulas arrojando llamas a la noche, con toda su ferocidad de diablo concentrada en una sola tarea: encontrar a su objetivo y devorar su carne tierna.

-Mátalo -dijo el hombre, quedándose atrás, incapaz de seguir el paso salvaje del demoníaco animal-. Mátalo. Mata a Henry Baskerville.

Mátalo, mátalo, mátalo.

lunes, 15 de febrero de 2010

Diario de a bordo: Día 1

El barco pirata rompe las aguas en su avance inexorable. Es pequeño, muy pequeño en comparación con la inmensidad del desierto azul y blanco que lo rodea, un aventurero perdido y solo en un océano inmenso y poderoso que hubiese podido tragárselo entero con un mero bostezo de sus fauces submarinas. Y sin embargo, ahí está, navegando hacia un destino incierto, fraguando sus propias rutas a cada instante. La cegadora luz del amanecer tiñe sus velas, henchidas de poniente, del dorado más puro. El bauprés, orgulloso, se hunde en la gelidez de la niebla matinal, anunciando la llegada del buque al que precede. Y en el costado de proa, escrito con el filo de un cuchillo, se lee un nombre.

El SkyCastle.

Muy arriba, en lo más alto del palo mayor, una pequeña criatura cuelga bocabajo, como un murciélago, haciendo juegos malabares con manzanas. Se ha instalado en la cofia del vigía, y allí ha tendido un camastro, insensible al terrible frío de la madrugada en alta mar. Cuando quiere, camina de cabo a cabo con la agilidad de un mono, moviéndose entre los aparejos como si estuviese en tierra firme. Desde luego, no es un ser humano. Su piel es de un repulsivo color verde, y en su cara aplastada brillan dos ojos amarillos que brillan con la malvada inocencia de un niño travieso demasiado listo para su edad. Dos grandes orejas puntiagudas se extienden desde los costados de su rostro, bajo un cabello negro como el azabache, pero sucio y ensortijado, que cae largo y enredado en una coleta desmadejada. Desatendiendo su condición de vigía, el extraño duende mira las manzanas y sonríe, entretenido por su juego. Tras su sonrisa, docenas de dientecillos, pequeños y afilados como minúsculos puñales, susurran su amenaza de blanco marfil.

En la cubierta, sobre el castillo de popa, un segundo tripulante bosteza soñoliento. Ha pasado la noche en vela, rodeado de complicados astrolabios, sextantes, telescopios y mapas de la bóveda celeste, que aún le hacen compañía, inútiles ahora ante la mirada atenta de un sol tan luminoso que oculta la maravilla del firmamento. Es un hombre de cabello entrecano, en cuyo rostro se comienza a dibujar una intrincada red de finas arrugas que enmarca los rasgos de un semblante que ha palidecido tras largos años de evitar la luz del día para poder estudiar las estrellas. Sus ojos grises comienzan a entrecerrarse, incapaces de mantenerse abiertos por más tiempo, mientras su propietario se afana en recoger todos sus instrumentos con infinito cuidado, con un cariño paternal que le resulta difícil sentir por otro ser humano.

Pero es más allá de los tablones de cubierta, en el interior de los camarotes, donde está ahora la figura que capitanea el barco. Enfundado en una casaca, con el cabello y la barba descuidados y enfermos de salitre, el capitán pirata moja su fiel pluma en el tintero. Ante él se encuentra el desafío que siempre lo ha aterrado, un viejo libro de páginas blancas, vírgenes, esperando las dulces caricias del estilete entintado. Toma entre sus dedos el colgante que siempre lleva al cuello, su amuleto personal, y finalmente se decide. La primera palabra, se dice, es siempre la más difícil.

Diario de a bordo: Día 1

Tiempo ha desde que descubrí que yo mismo era, en realidad, tres almas distintas, cuyos actos se entrelazaban de un modo que todavía no acabo de comprender. No espero que un futuro lector comprenda ésto mejor de lo que yo mismo lo hago, pero debo ponerlo por escrito, y poder leerlo, para asegurarme de que no he perdido la cabeza: lo que yo era se dividió, de algún modo, en tres criaturas diferentes, con nombres diferentes, con aspectos diferentes. Y ante todo, con personalidades dramáticamente diferentes. Cómo esas tres criaturas pudimos convivir durante tanto tiempo en un mismo corazón es algo que se me escapa, pero ahora somos independientes, somos libres. Y pese a todo, necesitamos seguir juntos.

De hoy en adelante escribiré en este diario de a bordo todo lo que nos ocurra a nosotros, tríada, alma dividida, lo que quiera Cristo que seamos, para que quede siempre constancia de ello. Porque pretendemos que este viaje dure siempre, navegando entre puerto desconocido y puerto desconocido, rumbo a las mismas puertas de lo infinito. Porque solo hay una facultad que nos une, solo un aspecto se asemeja en nosotros.

Los tres queremos saber qué se oculta al otro lado del horizonte.


Capitán Neill Rackliffe, a día quince de Febrero de 2010