viernes, 25 de marzo de 2011

Diario de un Inquisidor

NOTA ACLARATIVA: Este texto está basado exclusivamente en el mundo de Ánima, que a grandes rasgos, viene a ser una versión más tétrica y oscura del mundo real a principios de la Edad Moderna (sí, AÚN más oscura). No es mi intención, ni mucho menos, tratar sobre la Iglesia, ni siquiera sobre la Inquisición del mundo real, ni cualquiera sus equivalentes en otras religiones (que la Inquisición no estuvo sola en su tarea de castigar a quienes no pensaban como ella, aunque eso no la exima de las monstruosidades que llegó a cometer). Este cuento es puramente fantástico.

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Debo decir que no conozco la ciudad en que nací, ni a mis padres, ni el nombre que ellos pudieran darme en el momento del parto. Pero que soy Jeremiel Zachariah, hijo de la sagrada Albídion, de mis preceptores y de Dios, y que defenderé estos lazos con más orgullo que cualquier hijo de padres naturales. Pero me entretengo, y debo contar mi historia. Supongo que fui recogido por un sacerdote cuando era apenas un bebé, en algún lugar del ancho mundo. No sé por qué me recogió… quizá fuese un huérfano, llorando lastimeramente en los brazos de mi madre muerta. O quizá fuese capaz de ver, incluso en aquel cuerpo pequeño e inútil, que yo no era alguien como los demás, que tenía la bendición del Señor en mi corazón. Fuese como fuese, es cierto e indudable que aquel hombre piadoso me envió a la Ciudad Santa, al monasterio de Cadeus, donde me acogieron, me bautizaron y me hablaron de la Fe y del Señor. Y fue allí, en Cadeus, desde mi misma llegada, donde comenzó mi entrenamiento como Inquisidor.

La voluntad del Señor es firme, y sus elegidos tenemos que afrontar duras pruebas para alcanzar nuestra recompensa. El entrenamiento de los inquisidores es quizá el más duro del mundo (con la única excepción, tal vez, de los Templarios de Tol Rauko, no lo sé) y por eso muchos de mis compañeros y amigos murieron durante los primeros años, consumidos y enfermos, destruidos por el peso de la sacra misión que recaía sobre sus hombros infantiles. Aun hoy recuerdo con tristeza al pobre Samuel, su cuerpo quemado por el poder sagrado que contenía, marchito y negro, como si hubiese ardido en la pira. Nuestros preceptores nos enseñaron que no debíamos llorar por Samuel, ni los que habían muerto como él, pues aunque su cuerpo pecaminoso había fallado en su misión, consumiéndose ante el poder divino a causa de sus propias máculas, el Señor era eternamente misericordioso y valoraba el martirio, y a aquellos jóvenes no les aguardaba sino la eterna felicidad. Me avergüenza profundamente reconocer que algunas noches, en mi celda, rezaba durante horas con manos escuálidas y marchitas, rogando a Dios por no ser uno de Sus elegidos, por poder morir en paz, abandonando al fin la crudeza del entrenamiento. Pero después me arrepentía de ese pensamiento egoísta, pues es voluntad del Señor que la Inquisición combata a los hijos de Satán, y si era Su designio elegirme como soldado para la sagrada causa, mi deber no podía ser otro que aceptarlo como un regalo del cielo. Así que no tenía más opción que alzarme de mi camastro y fustigarme como penitencia por mi egoísmo, pidiendo a Dios misericordia. Y los celadores nocturnos escuchaban y asentían, pues era un castigo justo, y además frecuente entre los jóvenes pupilos.

Fue a los once años, lo recuerdo bien, cuando el Señor quiso considerarme digno para formar parte de Sus santas huestes. Noté calor en mi interior, y también luz. Pero mi cuerpo no se consumió ante el calor como el de Samuel, sino que lo aceptó y se hizo uno con él. Resulta imposible describir con palabras lo que vi y sentí en ese día, pues el vocabulario de los hombres es limitado pero la Gloria es eterna. Pero había colores y belleza abrazando el mundo, y también oscuridad y negrura, allí donde se agazapaban los enemigos de Dios, allí donde se escondían en sus infectas madrigueras los demonios, los herejes, los monstruos, los brujos y los ateos, todos los que ofendían al Señor con su existencia. Durante el resto del día el recé con Fe renovada, dando gracias al Señor por sus dones, y hubiese continuado con mis plegarias por más tiempo, a no ser porque mis sabios instructores, felices por el progreso que veían en mí, tuvieron a bien redoblar la intensidad de mi entrenamiento, para enseñarme a utilizar los poderes divinos que se me habían otorgado, los sagrados dones. Y en aquel instante pequé de orgullo, pues muchos de mis compañeros, a pesar de haber sobrevivido al duro entrenamiento, jamás fueron recompensados con los dones del Señor, pues el pecado manchaba sus almas. A esos pobres impíos se les relegó a guardianes del monasterio, hábiles con las armas pero incapaces de enfrentarse al mal, meros soldados que debían proteger Cadeus enemigos meramente humanos. Pero yo… yo era uno de Sus elegidos. De cada cinco niños que habían comenzado el entrenamiento, cuatro nunca lo habían acabado (algunos incapaces, y otros muertos). Pero no yo. Yo era un Inquisidor. El brazo armado de Cristo.

Esa noche volví a flagelarme por mis pecados. Hacía mucho que no tenía que hacerlo, pero yo era un elegido del Señor. No podía permitirme caer en falta. No puedo hacerlo.

Ocho años han pasado desde el día en que el Señor me otorgó sus dones, y hoy, por fin, sé como utilizarlos. Hoy, por primera vez en la vida que puedo recordar, he puesto el pie fuera del monasterio. Y soy feliz, feliz porque el sufrimiento y el dolor de mi vida, toda la sangre que ha tenido que derramar, todas sus lágrimas bajo la furia autoinfligida de mi vieja fusta, han dado por fin sus frutos. Hoy tengo el Legislador inquisitorial brillando en mi mano, clamando porque le de el uso para el que ha sido forjado. Hoy comienza mi tarea, debo recorrer el mundo, en busca de brujas, de demonios y fantasmas.

Y matarlos. Matarlos a todos.

Palabra de Dios.