domingo, 17 de octubre de 2010

Cucarachas

La vieja camioneta levita girando pesadamente sobre sí misma, mientras pedazo a pedazo va deshaciéndose, convirtiéndose en un montón de chatarra desguazada. Con lentitud, casi con belleza, los fragmentos de metal roto y retorcido danzan alrededor de un hombre; un extraño anciano de cabellos canos y ojos de hielo que se yergue majestuosamente en la oscura noche.

Los faros de la camioneta se encienden repentinamente (¿ha chasqueado el anciano sus dedos, o solo lo has imaginado?) iluminando con dureza tu rostro y el de tus acompañantes, deshaciendo con su luz la neblina oscura que inundaba tu mente. Recuerdas… hace unos instantes conducías por carreteras secundarias hacia Búfalo, acompañado por James y Wilbur. Pero ocurrió algo ¿no es así? Un… un accidente, el volante parecía fijo, no podías controlar tu propio vehículo. Y ahora, los tres estáis ahí, tendidos sobre un prado rodeado de alambre de espino, iluminados por los faros de vuestra camioneta y a los pies de un anciano vestido de rojo. No consigues comprenderlo.

-Dicen que la Historia la escriben los vencedores –dice el hombre de rojo, mirándoos con sus ojos gélidos. Su voz es grave, potente, y no puede ocultar el enorme desprecio que siente por vosotros. Casi os escupe las palabras, como si fuerais algo horrible y desagradable, algo que conviene eliminar. Os habla como un exterminador ante una plaga de cucarachas ¿qué habéis hecho para que os odie tanto?-. Pues bien, tengamos una lección de Historia.

Extiende la mano, como un profesor explicando algo sencillo, y el alambre de espino fluctúa, se eleva y se rompe, uniéndose a la suave danza metálica ¿quién es ese hombre? ¿qué está haciendo?

-Florida, mil novecientos cincuenta y ocho. Un hombre joven de piel negra llamado Edgar Myers es atado a un árbol, azotado con pedazos de alambrada y finalmente linchado por supremacistas blancos. Su delito fue negarse a abandonar su propio hogar –la voz del anciano se ha vuelto más dura, acusadora. Como si os culpase a vosotros por el asesinato de Myers. El loco os acusa de un crimen cometido hace cincuenta años. Pero aún no ha dejado de hablar-. Wisconsin, mil novecientos noventa y siete. Un adolescente llamado Matthew White es colgado de un puente por sus compañeros del equipo del instituto. Muere al ser aplastado por un tren. Matthew White es homosexual. Sus asesinos quedan en libertad condicional.

Repentinamente, la lenta danza de los fragmentos de metal se convierte en un furioso torbellino que silba al cortar el aire. El alambre de espino abandona su posición en el enloquecido baile para enredarse alrededor del cuello del aterrorizado James, que empieza a gritar de dolor y miedo cuando pequeñas gotas de sangre manchan su camisa. Tú también quieres gritar, pero la voz parece haberte abandonado.

-Hace cuatro días –continúa el hombre de rojo, y su voz se ha elevado hasta convertirse en un grito, alzándose gravemente por encima del silbido del metal-, una niña de doce años llamada Sarah Cullen, que ha desarrollado un tercer brazo vestigial por encima de su costilla derecha superior, es raptada por tres jóvenes americanos, quienes la arrojan desde la parte trasera de su camioneta cantando a coro “que tengas un buen día, muti”. La niña ingresa cadáver en el hospital local.

Finalmente, comprendes. Sí, tu viajabas en esa camioneta, tú raptaste a esa niña, y tú cantaste, junto con tus compañeros, aquel “que tengas un buen día”. Pero no era una niña humana, sino una mutante, un engendro. El reverendo Stryker lo ha dicho muchas veces en televisión: los mutantes no son humanos, son criaturas del diablo. Matarlos es hacer un bien por la humanidad. Wilbur, James y tú deberíais ser tratados como héroes. Como purificadores.
Tu razonamiento se corta en seco, igual que los gritos de James. El alambre de espino se ha tensado repentinamente y un chasquido desagradable, de hueso roto, ha inundado el ambiente por un instante sobrepasando los demás sonidos. Ahora, tu viejo amigo se balancea siniestramente, suspendido en el aire. Ahorcado, condenado por matar a una muti. Por librar la Tierra de una…

…de una plaga…

… como…

...como las cucarachas.

Repentinamente, comprendes. Miras al anciano vestido de rojo y quieres hablarle, pero tu voz te ha abandonado. El nudo de tu garganta le impide abrirse camino.

-Tengamos también una lección de biología –dice el hombre… no, el mutante, mientras mira con extraña curiosidad científica la sangre que, gota a gota, cae del cuello y la boca de James-. ¿Sabéis por qué la sangre es roja? Porque tiene hierro.

-Dios… Dios, por favor, no… -susurra Wilbur, con los ojos muy abiertos fijos en cadáver oscilante de vuestro viejo amigo. El mutante le está mirando ahora con fijeza. Comprendes lo que eso significa, y él también: será el siguiente. Sus mejillas se empapan de lágrimas de súplica, de miedo...

De dolor.

El cuerpo de Wilbur se convulsiona de un modo extraño y empieza a levitar. Su boca se abre, sus ojos se cierran, pero no grita. No consigue gritar. Sus brazos se extienden hacia atrás, su columna se dobla. Demasiado dolor. No grita. No grita.

-No mucho hierro, en realidad –el mutante prosigue con su explicación, imperturbable, como si no percibiera el brutal tormento de su víctima-. Apenas cinco gramos, justo lo necesario para formar un clavo pequeño. Pero, así y todo, imagina que un… muti… tuviese el poder de magnetizar esos átomos de hierro, repartidos por cada rincón de tu cuerpo, y controlarlo a voluntad. Creo que sería una manera particularmente dolorosa de morir.

Wilbur, convertido en un guiñapo retorcido, parece alzarse. Aún no grita, pero cada centímetro de su piel está empapado de lágrimas y sudor.

-Oh, adelante. Grita y llora. Dime cuánto lo sientes.

De la garganta marchita del joven torturado surge un hilillo de voz.

-Lo… lo siento –murmura.

-Sarah también lo sintió.

Tienes que cerrar los ojos cuando el cuerpo de Wilbur se desdobla y se extiende. No le ves morir, pero puedes escuchar como su piel se rompe y estalla desde dentro cuando cada átomo de metal de su cuerpo le abandona.

Las lágrimas inundan tus mejillas. Sabes que vas a morir. El mutante de rojo está sobre ti, asqueado por tu presencia. Te va a matar, y no puedes hacer nada por impedirlo. Porque para él eres una cucaracha.

-Imagino –dice con su voz poderosa, muy cerca de tu oído-, que ella también lloró. Lloró y suplicó, mientras vosotros le sonreíais con vuestros dientes podridos y vuestros aparatos de metal. Imagino que dijo “por favor, no me matéis”

El paralelismo es perfecto. Vosotros teníais todo el poder, y ella era una cucaracha. Ahora, él tiene todo el poder, y la cucaracha eres tú. El mutante hace un gesto y el metal se disgrega y se desmenuza. Ves como minúsculas partículas de hierro ruedan alrededor de su mano, de su dedo índice extendido, imitando una pistola en un gesto grotescamente infantil.

-Teníais el poder de apretar el gatillo o perdonar su vida –dice el mutante, apuntando a tu sien con su pistola imaginaria. Las partículas de hierro, letales como balas, raspan tu piel. Lloras. Suplicas. Gritas- ¿y qué hicisteis? ¿qué hace un joven americano ante una elección como esa?

El metal alcanza velocidades superiores a la del sonido, atravesando tu piel, carne y hueso, penetrando en tu cráneo y destrozando tu materia gris. Cuando emerge por el otro lado hace que tu cabeza prácticamente estalle, salpicándolo todo de rojo. Caes de lado. Ya no piensas.

Cucaracha.

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Magneto se alza, aún armado con su pistola imaginaria.

-Bang.